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QUIEN VIAJA ACTUALMENTE POR BRASIL, en busca de los escasos lugares históricos que la memoria nacional ha preservado, se encuentra de vez en cuando con un país perdido en el tiempo. Sus resquicios están en museos, casas de haciendas, palacios, bibliotecas y edificios públicos del siglo XIX. Son lugares de arquitectura bonita y elegante, de aspecto más europeo que tropical. Algunos ejemplos son la Chácara de la Baronesa, en la ciudad gaucha de Pelotas, el Palacio del Catete, en Rio de Janeiro, y los caserones de las haciendas del café en el Valle del Paraíba. De todos ellos, el más simbólico es la ciudad imperial de Petrópolis, el refugio de verano de la corte de Rio de Janeiro hasta la Proclamación de la República.

     Hoy lo que más impresiona en Petrópolis es la sensación de extrañeza cuando se mira en derredor. Allí, dos ciudades conviven en el mismo espacio. La primera es la ciudad histórica, situada en la zona central. Las avenidas largas y arboladas, los jardines bien cuidados, el Palacio de Cristal, los antiguos hoteles de lujo, las mansiones donde vivía la nobleza y el cuerpo diplomático, la imponente iglesia mayor que hoy guarda los restos mortales del emperador Pedro II y de la emperatriz Teresa Cristina – todo allí remite a un escenario de corte europea. En el palacio imperial, los turistas son invitados a calzarse pantuflos de tejido delicado para no dañar el apreciado suelo de mármol importado de Carrara, en Italia, mientras recorren salas adornadas con cuadros pintados al óleo y mesas repletas de porcelanas chinas, vajillas de plata y tazas de cristal. Los jardines y los detalles de la arquitectura recuerdan Versalles, en Francia, o Schönbrunn, en Viena, Austria. Esa es la Petrópolis imperial del siglo XIX.

     La otra Petrópolis es más grande y más reciente. Construida de forma precipitada a partir de mediados del siglo XX, se encuentra apartada del centro, en los barrios de clase media, donde personas comunes habitan en edificios de apartamentos, estudian, trabajan y se divierten en una rutina muy parecida a la de los brasileños de otras regiones. En esta segunda ciudad, el paisaje urbano y la calidad de vida son incluso mejores que los de la mayoría de las ciudades brasileñas, pero la arquitectura de hormigón, mediocre y sin imaginación, ni de lejos se puede comparar con la de los edificios de la suntuosa Petrópolis imperial. Las distancias entre casas y edificios disminuyen. Hay menos zonas ajardinadas, la vegetación se vuelve más dilatada y, en las calles, los peatones se disputan el espacio con los coches llevados por conductores impacientes.

     La sensación de extrañeza, sin embargo, crece a medida que el viajero desciende por la vertiente de la sierra en dirección a la ladera fluminense. En el camino, otra dura realidad se impone ante los ojos. Lo que allí prevalece es el panorama pobre y monótono de las colinas y favelas. La arquitectura elegante de las residencias históricas y turísticas deja lugar a las barracas inacabadas, hechas de planchas de cemento y paredes desnudas de ladrillos sin revestimiento. Los desagües corren a cielo abierto y hay basura acumulada en las calles tomadas por los vendedores ambulantes. El cinturón de pobreza que allí se ve es muy semejante al que hoy domina el paisaje en la periferia de todas las capitales y grandes ciudades brasileñas.

     Cápsula del tiempo preservada en la sierra fluminense, Petrópolis es testigo de un espejismo histórico. Un espejismo, como se sabe, es una ilusión óptica que distorsiona la percepción de la realidad. Visto desde Petrópolis, el Brasil de la época del Imperio es una tierra más imaginaria que real. Las vísperas de la Proclamación de la República, había allí un país que aparentaba ser más civilizado, rico, elegante y educado de lo que de hecho era o sería en el futuro. A los diplomáticos y visitantes extranjeros, se les presentaba como un imperio destinado a ser grande, poderoso, desarrollado, ilustrado – un «gigante adormecido en una cuna espléndida», como decía la propia letra del Himno Nacional. En el futuro, sería capaz de asombrar a sus congéneres europeos. El emperador Pedro II y la bella ciudad serrana bautizada con su nombre eran el símbolo de todo eso. Ese Brasil de sueños, sin embargo, se enfrentaba a otro, real y muy diferente, creando una contradicción difícil de sostener a largo plazo.

     Euclides da Cunha – ingeniero, escritor, activista republicano en 1889 y autor de Os sertões, una de las más importantes obras literarias brasileñas – cierta vez definió a Brasil como «el único caso histórico de una nacionalidad hecha por una teoría política». Según él, las instituciones nacionales construidas en el Imperio se asentaban en conceptos políticos y filosóficos importados de fuera, que poco tenían que ver con la realidad observada en las calles y campos de un territorio yermo, pobre y atrasado. El Brasil de la teoría era diferente del Brasil de la práctica.

     La construcción de ese país de ensueño estaba confiada a una aristocracia relativamente pequeña, que enviaba a sus hijos a estudiar en Francia o en Inglaterra, tenía contacto con las ideas liberales discutidas en las universidades europeas, pero conseguía su riqueza de la explotación de la mano de obra cautiva y del latifundio. Leyes y rituales de la Monarquía intentaban imitar el pensamiento y el ambiente de los salones europeos, pero la verdadera estructura estaba compuesta de pobreza e ignorancia. «La élite era una isla de cultos en un mar de analfabetos», definió el historiador minero José Murilo de Carvalho.

     La primera Constitución brasileña, otorgada por el emperador Pedro I en 1824, estaba considerada una de las más avanzadas del mundo en la definición de los derechos individuales y en la libertad de prensa, pero en ningún momento mencionaba la existencia de esclavos en el país. El artículo 179 definía la libertad y la igualdad como derechos inalienables del hombre, mientras más de 1 millón de brasileños permanecían cautivos en grandes poblados, pudiendo ser comprados o vendidos como una mercancía cualquiera, sujetos también a azotes, a el uso de cadenas en los pies, al marcado del cuerpo con hierro candente y a otros castigos según la voluntad de su dueño. «La aristocracia de aquí es una caricatura de la europea», observó el periodista alemán Carlos von Koseritz, director del periódico Gazeta de Porto Alegre, al visitar Rio de Janeiro en los estertores del Imperio. «Los barones del café viven con un lujo que no es respetable, pues tiene su origen en el poblado del negro y en el látigo del capataz».

     El Brasil imaginario, desconectado del Brasil real, no fue obra del azar, sino el resultado de una necesidad – por lo menos desde el punto de vista de los líderes que condujeron el proceso de Independencia y la organización del país en el Primer y Segundo Reinados. Como se vio en el capítulo anterior, en 1822 el Brasil independiente de Portugal le parecía a todos un experimento peligrosamente inestable. Había riesgos de toda clase por delante. Esclavos, pobres y analfabetos componían la mayoría de la población. Las divergencias regionales eran enormes. El temor a una guerra civil, que amenazase la unidad nacional, o a una rebelión de los cautivos contra sus señores quitaba el sueño a la minoría blanca. El arranque político del nuevo Brasil debía tener en cuenta todos esos riesgos. «Se trataba (…) de construir casi de la nada una organización que cosiese políticamente el inmenso archipiélago social y económico en que consistía la excolonia portuguesa», escribió José Murilo de Carvalho.

     Los peligros del proceso de ruptura con Portugal eran tantos que la aristocracia brasileña optó por el camino más conservador y seguro. En vez de arriesgarse a una revolución republicana – a ejemplo de lo que hacían todos los demás países de América -, prefirió congregarse en torno al emperador Pedro I como forma de evitar el caos de una guerra civil o étnica que, en algunos momentos, parecía fatal. Consiguió, de esta forma, preservar sus intereses y viabilizar un proyecto único en América. Brasil se convirtió en una «flor exótica» en el continente, según la definición de algunos historiadores. O sea, una monarquía rodeada de repúblicas por todos lados. Comenzó ahí lo que el historiador José Murilo de Carvalho llamó la «construcción de un orden» y también el «teatro de sombras», en el que los personajes representaban papeles que no siempre se correspondían con la realidad nacional.

     Los actores de ese «teatro de sombras» conformaban una nobleza exótica y tropical. Al contrario que en Europa, donde los títulos de nobleza eran hereditarios, o sea, pasaban de padre a hijo, en Brasil los honores se extinguían con la muerte de sus respectivos detentores. Eran, por tanto, un estado pasajero, tan precario y perecedero como la misma experiencia monárquica en la historia brasileña. La profusión del reparto de estos títulos, iniciada con la llegada de la corte de don Juan a Rio de Janeiro en 1808, resultaba en una relación de intercambio de favores entre la corona y los terratenientes. Traficantes de esclavos, hacendados, dueños de industrias, ganaderos, dueños de saladeros y comerciantes daban el apoyo político, financiero y militar necesario para el sostenimiento del trono. A cambio, recibían del monarca posiciones influyentes en el gobierno, beneficios y privilegios en los negocios públicos y, especialmente, títulos de nobleza.

     Usadas como moneda de cambio en las relaciones de poder, las distinciones eran concedidas en mayor número en los momentos de crisis, en los cuales el trono necesitaba atraer apoyos más rápidamente. Durante sus ocho primeros años en Brasil, don Juan otorgó más títulos de nobleza que en todos los anteriores trescientos años de la historia de la Monarquía portuguesa. Era un momento en que la corte portuguesa estaba particularmente necesitada de apoyo político y financiero, debido a la invasión de la metrópoli por las tropas del emperador francés Napoleón Bonaparte. «En Portugal, para hacerse conde se necesitaban quinientos años; en Brasil, quinientos contos», ironizó el historiador baiano Pedro Calmon.

     Entre la creación del Reino Unido de Portugal, Brasil y el Algarve, en 1815, y la Proclamación de la República, en 1889, se distribuyeron en Brasil 1.400 títulos de nobleza, a una media de diecinueve al año. El ritmo de las concesiones, sin embargo, más que se quintuplicó en los dieciocho meses que precedieron la caída de la Monarquía. En total, fueron 155 títulos de nobleza concedidos entre la publicación de la Ley Áurea, en mayo de 1888, y el golpe protagonizado por Deodoro da Fonseca en noviembre del año siguiente. Ante el clima de tensión entre militares y civiles que precedió a la Proclamación de la República, el vizconde de Maracaju, ministro de la Guerra, propuso que los títulos fuesen usados como arma para seducir a los oficiales en los cuarteles. Según su plan, a todos los mariscales de campo se les facilitaría, indistintamente, el título de barón. Cada brigadier, a su vez, recibiría la Orden de la Rosa, otra codiciada distinción del Imperio. «No conviene generalizar», respondió el vizconde de Ouro Preto, jefe del gabinete de ministros y él mismo de reciente nobleza, detentor del título desde el 13 de junio de 1888, un mes después de la Ley Áurea. Aún así, en vísperas del Quince de Noviembre, nada menos que 35 coroneles de la Guardia Nacional recibieron el título de barón.

     «La concesión de títulos nobiliarios en tales ocasiones, (…) para fines puramente electorales, ya era tradicional en la historia política de Brasil», anotó el historiador Heitor Lyra. «¡Todos somos marqueses!», ridiculizó en un artículo del periódico Diário de Notícias el baiano Rui Barbosa, al criticar la inflación nobiliaria, según él responsable de la legión de «hidalgos baratos» y de la «profusión de gracias recibidas en holgazanería entre los que comen y beben del pesebre oficial (…); esa nobleza de camarilla, hidalguía de taberna electoral».

     La Guerra de Paraguay representó otro momento crítico, en el que las distinciones monárquicas fueron usadas para seducir a los dueños de tierras. Un decreto otorgado el 6 de noviembre de 1866, durante el gobierno del consejero Zacarias de Góis e Vasconcelos, jefe del Partido Liberal fluminense, determinaba que los propietarios que tomasen la iniciativa de liberar a sus esclavos para luchar en la guerra recibirían títulos de nobleza. Era una situación curiosa: los esclavos tomarían las armas y expondrían su vida luchando contra los soldados de Solano López, mientras que sus dueños, sin correr ningún riesgo, se convertirían en barones del Imperio. Al tener conocimiento de la noticia, Benjamin Constant, futuro fundador de la República brasileña, que se encontraba en el frente de batalla, reaccionó con ironía:

     – ¡Qué patriotismo! ¡Cuán moralizador es nuestro gobierno y nuestro país! Qué bello futuro nos espera. (…) tres o cuatro esclavos bastan para los mayores títulos de nobleza que el Imperio pueda dar.

     En los nueve años del Primer Reinado, el emperador Pedro I hizo 150 nobles, a una media de dieciséis al año, menos de la mitad del ritmo de su padre, que distribuyó 42 títulos al año entre la creación del Reino Unido, en 1815, y la vuelta de la corte a Portugal, en 1821. La parsimonia, sin embargo, era sólo aparente. Pedro I usó los títulos para alimentar los escándalos amorosos que marcaron su vida personal. Las hermanas Domitila y Maria Benedita de Castro Canto e Melo, ambas amantes del emperador, fueron promovidas respectivamente a marquesa de Santos y baronesa de Sorocaba. Isabel Maria, hija bastarda de la relación de don Pedro con Domitila, consiguió el título de duquesa de Goiás y el derecho a ser llamada «alteza», tratamiento normalmente reservado a las princesas. También fue condecorada con la Orden del Cruzeiro.

     Brasil sólo tuvo dos títulos de duque, el más importante de la galería nobiliaria. Uno fue para Isabel Maria. El otro para Luís Alves de Lima e Silva, el duque de Caixas. Era una extraña contradicción. Caixas había dado un contribución decisiva para la consolidación del Imperio brasileño, combatiendo en las revoluciones de la Regencia y dirigiendo al Ejército en el momento más difícil de la Guerra de Paraguay. El mérito del título de la duquesa de Goiás provenía exclusivamente de la cama, de una aventura escandalosa del primer emperador con la marquesa de Santos. Con esta circunstancia, era imposible que los brasileños se tomasen muy en serio los títulos de la nobleza imperial. El título de barón, el menor de la nobleza, se banalizó de tal forma que se convirtió en motivo de burla y dio origen a un dicho popular:

     ¡Sal de ahí, perro, que te hago barón!

     Cerca de trescientos caficultores de São Paulo, Minas Gerais y Rio de Janeiro – la nata de la aristocracia rural brasileña de finales del Segundo Reinado y los que más se resintieron de la abolición de la esclavitud – recibieron títulos de nobleza. Eran barones en su mayoría – los famosos barones del café. Los Leite Ribeiro, de Vassouras, tenían ocho barones y dos vizcondes en la familia. En el mismo municipio, los Werneck tenían cinco barones. Los Avelar, seis barones y tres vizcondes.

     Los títulos de nobleza costaban pequeñas fortunas a los agraciados, que eran recaudadas por el Tesoro imperial. Para ostentar el título de duque era necesario desembolsar dos contos y 450 mil réis. El de marqués, costaba un poco menos, dos contos y 200 mil réis. Después venían los títulos de conde, vizconde y barón con grandeza, tasados en un conto y 575 mil réis. Finalmente, vizconde y barón, que costaban, respectivamente, un conto y 25 mil réis y 750 mil réis. Se puede tener una idea de estos valores comparándolos con el salario medio de un obrero de la época. Un vendedor ambulante en São Paulo ganaba entre 280 y 350 réis al día. Carpinteros, sastres y soldados recibían en torno a 600 réis diarios. El título de barón costaba, por tanto, el equivalente a cuatro o cinco años de trabajo de estos profesionales.

     El escritor sergipano Tobias Barreto se refirió a la «nobleza hecha a mano» que producía hidalgos de nombres pintorescos como el barón de Bojuru, título dado al brigadier Inocêncio Veloso Pederneiras; el barón de Batovi, con el que fue agraciado el mariscal de campo Manuel de Almeida da Gama Lobo Coelho d’Eça; o el barón de São Sepé, atribuido al teniente general Luís José Pereira de Carvalho. El alemán Carlos von Koseritz se divirtió al ver la llegada de la nobleza brasileña para la apertura de las cámaras en 1883:

Uno tras otro paraban los viejos carruajes ante la entrada y vaciaban su carga: una dama noble (la baronesa de Suruí) vieja y horrenda, pero grandemente escotada y cinco o seis militares de la corte, metidos en uniformes verdes otrora brillantes, bordados en oro, el tricornio bajo el brazo, el espadín en el cinto y las finas piernas metidas en calzas y medias de seda – así saltaron ellos de sus coches, haciendo pensar en un carnaval.

     La peculiar galería brasileña de nobles daba forma al escenario del teatro de sombras monárquico, cuyos actores principales eran el mismo soberano, sus consejeros y ministros, senadores y diputados, presidentes de provincia, comandantes del ejército, coroneles de la Guardia Nacional y una vasta tela burocrática de cargos menores que se desparramaba por las regiones más distantes del país y todo lo controlaba en la vida brasileña. El Estado imperial era fuerte y centralizado. En 1885, al gobierno central le correspondía el 77% del total de los ingresos públicos de Brasil, competiendo a las provincias el 18% y a los municipios un menguado 5%.

     El peso de la máquina pública también era significativo en los gastos. Entre 1825 y 1888, el imperio acumuló un déficit de 855,8 mil contos de réis. El gobierno no tenía como cubrir sus gastos y dependía de préstamos externos, que nunca eran pagados en su totalidad. El déficit venía desde la época de la Independencia, cuando Brasil fue obligado a indemnizar a Portugal y a recibir siete préstamos de Inglaterra, por un total de 10 millones de libras esterlinas. En 1863, casi medio siglo después de la Independencia, el país aún se veía forzado a contratar otros préstamos de 3 millones de libras esterlinas para cubrir los intereses de aquellos gastos iniciales.

     El gobierno lo controlaba y se metía en todo. Un sistema de esta forma organizado era un inhibidor del riesgo y de la libre iniciativa. Hasta 1881, o sea, ocho años antes de la República, ninguna sociedad anónima podía funcionar sin autorización del Consejo de Estado, principal órgano de asesoría del emperador, compuesto por los hombres más ricos e influyentes del país. Era «el cerebro de la Monarquía», en definición del historiador y ensayista minero João Camilo de Oliveira Torres. El gobierno central reglamentaba y también amparaba las empresas, locales y extranjeras, autorizando o prohibiendo su funcionamiento, proporcionando subsidios, garantizando intereses favorables, definiendo prioridades y asegurando exenciones fiscales.

     Uno de los resultados obvios de la excesiva presencia del Estado en la vida nacional fue la proliferación del funcionariado público. Un listado del historiador José Murilo de Carvalho muestra que, en 1877, Brasil tenía 5,4 funcionarios públicos por cada mil habitantes. El índice era más de dos veces superior al de Estados Unidos en esa misma época, de sólo 2,4 funcionarios por mil habitantes. El empleo público representaba el 70% de los gastos del gobierno en 1889. «El funcionariado es un cáncer que devora y aniquila las fuerzas del país, perjudicial no sólo por el aumento del gasto, también por la desorganización del servicio», afirmaba el médico cearense Liberato de Castro Carreira, senador del Imperio durante los siete años anteriores a la República. «Esta enfermedad – endémica en Brasil – es uno de sus grandes males», escribió el minero Alfonso Celso de Assis Figueiredo, antes de convertirse en el vizconde de Ouro Preto y jefe del último gabinete de ministros.

     El abolicionista pernambucano Joaquim Nabuco definió al funcionariado público como un «vivero político» porque abastecía al gobierno de los instrumentos para la creación de una red de clientelismo, capaz de albergar a «todos los pobres inteligentes, todos los que tienen ambición y capacidad, pero no tienen medios, y que son la gran mayoría de nuestros hombres de talento». El resultado, según Nabuco, era la atrofia en casi todas las áreas del conocimiento nacional. «Esto significa que el país está cerrado en todas direcciones», afirmó. «Muchas avenidas que podrían ofrecer un medio de vida a hombres de talento, pero sin cualidades mercantiles, como la literatura, la ciencia, la prensa, la enseñanza, no pasan siquiera de callejones; y otras, en las que hombres prácticos, de tendencias industriales, podrían prosperar, son por la falta de crédito, o por la estrechez del comercio, o por la estructura rudimentaria de nuestra vida económica, otras tantas puertas amuralladas».

     Durante el Primer y Segundo Reinados, un 40% de los senadores brasileños recibieron títulos de nobleza. Entre los presidentes del Senado, la proporción de nobles era aún mayor, el 80% del total. Los senadores eran vitalicios, nombrados por el emperador. El año de la Proclamación de la República, ya hacía cuatro décadas que cinco de ellos estaban en el Senado. El barón de Souza Queiroz, el más antiguo de todos, fue nombrado en 1848. «El apoyo de estos hombres era decisivo para obtener un préstamo bancario, un puesto en la burocracia, una pensión del gobierno, la aprobación de los títulos de capital de una empresa o compañía, o para el éxito en una carrera política», anotó la historiadora Emília Viotti da Costa. «La sociedad brasileña estaba atravesada de arriba a abajo por la práctica y por la ética del padrinazgo».

     La red de clientelismo se extendía potencialmente por todos los aspectos de la vida nacional. «Quien no tiene padrino muere pagano», enseñaba un dicho popular de moda en la época. La plaga del apadrinamiento se reflejaba también en el medio intelectual. Los principales poetas y novelistas del Imperio eran funcionarios públicos, incluyendo a Machado de Assis, José de Alencar, Raul Pompeia y Gonçalves Dias. «El empleo público era buscado principalmente como prebenda, como fuente estable de rentas», observó José Murilo de Carvalho. «La mayoría de los escritores de la época, por ejemplo, sobrevivía a costa de algún empleo público que de ellos exigía muy poco».

     En el Brasil imperial, escribir, pintar, componer eran un medio de promoción social, la entrada para frecuentar los ambientes y salones de la corte hasta entonces vetados a los intelectuales, especialmente si eran negros o mulatos – caso del mismo Machado de Assis. Escritores, poetas, pintores y compositores eran pagados con becas de estudio o empleos públicos, para esculpir en las artes el concepto de nación deseado por el Imperio. La condición era que sus obras reflejasen el esfuerzo de retratar el país ideal en contraposición a la barbarie del país real. El mismo don Pedro II financió con sus recursos personales los estudios de varios pintores y compositores en Europa. Se puede medir el grado de dependencia de los artistas e intelectuales en relación al trono en las palabras de la carta que el compositor Carlos Gomes dirigió al emperador en diciembre de 1867, al concluir una de sus obras:

Señor,

A los pies del excelso trono de Su Majestad Imperial vengo respetuosamente a depositar el humilde vals «La Estrella Brasileña» pidiendo permiso para ofrecérselo a Su Alteza la Serenísima Princesa Señora D. Isabel Cristina, a quien se lo dediqué.

Pobre trabajo, pálido reflejo del inmenso amor y dedicación que tributo a Su Majestad Imperial y a toda su Augusta Familia, sírvale de égida el Augusto nombre de Ángel de Bondad bajo cuyas alas buscó protección.

Permita Su Majestad que aproveche la ocasión para besarle su augusta mano y confesarme de Su Majestad Imperial el más reverente y humilde súbdito.

Carlos Gomes

     Los artistas enviados a Europa de allí volvieron repletos de modelos artísticos e iconográficos que poco tenían que ver con la realidad brasileña. Los cuadros de Victor Meirelles y Pedro Américo, las óperas de Carlos Gomes y los romances azucarados de José de Alencar reflejaban lo que se hacía en Europa y no la dura realidad tropical brasileña. El romanticismo, fuente de la que bebían, buscaba redescubrir las raíces de la nacionalidad brasileña, pero la materia prima eran los valores europeos. A ellos correspondió la tarea de la idealización del indio, a esas alturas ya diezmado en toda la costa brasileña y segregado a las regiones más distantes, donde no podía causar problemas a los blancos. Los negros y mulatos, éstos sí una omnipresencia en la realidad brasileña, eran ignorados en esas obras de arte – y sólo aparecerían más tarde, en los trabajos de Aluísio Azevedo, Tobias Barreto, Di Cavalcanti y Tarsila do Amaral, entre otros.

     Marco de ese esfuerzo de construcción de un Brasil idealizado fue la creación del Instituto Histórico y Geográfico Brasileño, el IHGB, en 1838. Inspirado en el modelo del Institut Historique, de Francia, congregaba a la élite intelectual y económica de la época y tenía como objetivo ser un centro de estudios sobre el país, estimulando la investigación histórica, científica y literaria. Estaba financiado por el gobierno, que contribuía con el 75% de su presupuesto. Don Pedro fue siempre uno de sus más asiduos visitantes. En total, presidió 506 sesiones, desde diciembre de 1849 hasta el 7 de noviembre de 1889, una semana antes de la Proclamación de la República. Le correspondía al IHGB la tarea de la «fundación de la nacionalidad», en palabras de uno de sus creadores, el clérigo Januário da Cunha Barbosa, uno de los exponentes de la masonería de Rio de Janeiro durante el proceso de Independencia, en 1822. Era necesario, según él, «no dejar más al genio especulador de los extranjeros la tarea de escribir nuestra historia». Nacía de esta forma tan controvertida la «historia oficial», empeñada en esculpir el imaginario nacional basado en rostros y personajes glorificados como héroes nacionales, cuyos efectos se dejan sentir aún hoy día en los pupitres escolares.

     Visto desde la perspectiva de la historia oficial, el Brasil del Segundo Reinado era un modelo de democracia. Las elecciones se sucedían con una regularidad ejemplar. Los cincuenta senadores eran escogidos por el emperador de entre una tripleta de los candidatos más votados en cada provincia. La Cámara, con 120 diputados, se renovaba cada cuatro años. Los debates en el Parlamento eran elegantes y civilizados. En apariencia, se trataba de una monarquía constitucional y parlamentaria, régimen en el que los electores escogen a sus representantes y, de acuerdo al resultado de las urnas, el monarca nombra al jefe del gabinete encargado de organizar el gobierno. En la práctica, era muy diferente.

     Las elecciones eran una fachada, marcadas por el fraude y la persecución a los opositores. Frecuentemente robadas, las urnas reaparecían más tarde repletas de votos que daban una cómoda victoria al jefazo regional y, a veces por descuido, sumaban más que el total de electores registrados. Como el voto no era secreto, los coroneles locales vigilaban la elección de sus protegidos y usaban a la policía para impedir que los electores de la oposición votasen. «¿Cuándo será libre el voto?», preguntaba, ingenuamente, la princesa Isabel en una carta a su padre, en septiembre de 1868, al presenciar desde la ventana de la casa en que estaba hospedada en el balneario de Campanha, Minas Gerais, cómo policías amenazaban con meter en la cárcel a los electores de la oposición que se atreviesen a votar en las elecciones municipales. «Somos un país de pobretones para media docena de ricos», constató el senador Cândido Mendes de Almeida en 1873, al analizar el sistema electoral. «¿Cómo levantar la cabeza para elegir unas cámaras independientes que puedan resistir los desmanes y arbitrios del gobierno?».

     Inspirado en el modelo europeo, el sistema judicial brasileño era igualmente ejemplar. Según la Constitución, todo ciudadano – categoría en la que no estaban incluidos los esclavos – tenía derecho a recurrir a la Justicia para proteger sus derechos. El ritual preveía un amplio derecho de defensa de los reos, sólo susceptibles de condena después de agotados todos los recursos. Nadie podía ser preso sin delito comprobado. El derecho de libertad de expresión era tan amplio en Brasil como en los países más desarrollados. En la práctica, el ejercicio de la ley dependía también de los jefes locales, que mandaban detener adversarios o soltar aliados de acuerdo a sus conveniencias. «El brazo de la justicia no es lo bastante fuerte ni lo bastante largo para abrir los portones de las haciendas», escribió Joaquim Nabuco, al hacer una retrospectiva de las instituciones imperiales en 1886.

     Dos partidos dominaban la escena política del Segundo Reinado, el Liberal y el Conservador. Definir con claridad las diferencias entre ellos ha sido una ardua tarea para los historiadores. Los conservadores tenían una representación más fuerte en las provincias del Nordeste y, en general, favorecían la centralización del poder imperial, mientras que los liberales representaban a las provincias del Sur y Sudeste – especialmente São Paulo, Minas Gerais y Rio Grande do Sul – y defendían una mayor descentralización a favor de la autonomía regional. En el pasado, algunos estudiosos también se esforzaron por vincular a los conservadores con la aristocracia rural y esclavista, mientras que los liberales tendrían sus intereses más asociados a los profesionales liberales y a los comerciantes urbanos. En realidad, no existía entre los dos partidos una clara frontera ideológica. Ambos reflejaban más las rivalidades regionales que programas distintos de gobierno. En Pernambuco, el conservador Pedro de Araújo Lima, marqués de Olinda, y su rival, Antônio Francisco de Paula de Holanda Cavalcanti de Albuquerque, vizconde de Albuquerque, eran ambos dueños de azucareras. Tenían una riqueza y posición social equivalentes. Araújo Lima fue conservador hasta 1862. Después saltó al Partido Liberal. En Bahia, Manuel Pinto de Sousa Dantas, jefe de los liberales, había comenzado su carrera como protegido de João Maurício Wanderley, el barón de Cotegipe, líder de los conservadores.

     Papel igualmente ambiguo era el del emperador. Según la Constitución de 1824, a él le cabía el ejercicio del llamado Poder Moderador. Invento brasileño, inspirado en las ideas del pensador franco-suizo Henri-Benjamin Constant de Rebecque, el Poder Moderador se sobreponía y arbitraba eventuales divergencias entre los otros tres – Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Era una tentativa de reconciliar la Monarquía con la libertad, los derechos civiles y la Constitución. En opinión de Benjamin Constant de Rebecque, era tarea del soberano mediar, equilibrar y restringir el choque entre los poderes. En el caso de Brasil, entre las atribuciones del emperador estaban la facultad de nombrar y cesar libremente a los ministros, disolver la Cámara de los Diputados y convocar nuevas elecciones parlamentarias.

     El artículo 98 de la Constitución afirmaba que el Poder Moderador era «la clave de toda la organización política, delegado privativamente al emperador, que, en esta condición, es el responsable del mantenimiento de la independencia, del equilibrio y de la armonía entre los poderes públicos». El artículo siguiente afirmaba: «La persona del emperador es inviolable y sagrada: no está sujeto a responsabilidad alguna». Leídos al pie de la letra, los dos artículos daban a entender que el emperador brasileño era un monarca absoluto a la antigua usanza. En la práctica, la simple existencia de una Constitución indicaba que el poder imperial tenía algún límite. Esto valía especialmente para el caso de don Pedro II, que siempre se empeñó en dar la imagen de un soberano tolerante y magnánimo.

     El historiador Sérgio Buarque de Holanda habla de una «constitución no escrita», diferente de la Constitución real, que dictaba la política del emperador más en consonancia con las conveniencias del juego político que con el texto de la ley. La Constitución real, por ejemplo, autorizaba la disolución de la Cámara de los Diputados sólo «en los casos en que lo exigiera la salvación del Estado». Se infería que la medida sería adoptada solamente en situaciones extremas, de grave crisis institucional. En rigor, nunca hubo una emergencia de esa naturaleza en todo el Segundo Reinado, pero don Pedro II, valiéndose de sus prerrogativas, disolvió la Cámara innumerables veces con el simple objetivo de promover la rotación de los partidos en el poder. En los 49 años del Segundo Reinado, don Pedro II tuvo 36 gabinetes, a una media de uno cada año y cuatro meses. Ejecutaba, de esta forma, una ley no escrita, con la debida complacencia de los dos partidos. Siempre que uno de ellos estuviese en la oposición, sin opciones de llegar al poder por las urnas debido al fraude electoral, la única forma de volver a ser gobierno era esperar que el emperador disolviese la Cámara y convocase una nueva legislatura.

     Según la Constitución, se presumía que el gobierno debía merecer la confianza de la Cámara de los Diputados para mantenerse en el poder. Era así como funcionaban los modelos clásicos del parlamentarismo europeo, especialmente el británico. En realidad, la formación del gobierno dependía más de la voluntad del emperador que del resultado de las urnas. En general, usando los privilegios del Poder Moderador, don Pedro II primero disolvía la Cámara y después nombraba al jefe del gobierno, cuyo gabinete se encargaba de asegurar la victoria en las urnas mediante la corrupción y el ataque a los adversarios. Era, por tanto, un parlamentarismo al revés. El gobierno manipulaba las elecciones y, mediante ellas, componía una Cámara de Diputados subordinada a sus deseos, y no al contrario. En las elecciones de 1848, el nuevo gabinete encabezado por Pedro de Araújo Lima, el marqués de Olinda, consiguió la proeza de reducir la bancada de la oposición, liberal, a sólo un diputado. «El partido que subía al poder derribaba todo – es decir, expulsaba fuera de los cargos públicos, locales, provinciales y generales, a todos los ocupantes adversarios», relató el historiador Oliveira Vianna. «Era un barrido general, que dejaba el campo enteramente limpio y abierto al asalto de los vencedores».

     «Entre nosotros, lo que está organizado es el Estado, no la Nación», decía, en 1887, el sergipano Tobias Barreto. «Es el gobierno, es la administración, por sus altos funcionarios en la corte, por sus subrogados en las provincias, por sus ínfimos aduladores rastreros en los municipios, no el pueblo, que permanece amorfo y desorganizado, sin otra ligazón entre sí, a no ser la comunión de la lengua, las malas costumbres y el servilismo». Visión parecida tenía el francés Louis Couty, profesor extranjero de la Escuela Politécnica de la Corte. Según él, en vísperas de la Proclamación de la República, le faltaba a Brasil «un pueblo fuertemente organizado, pueblo de trabajadores y pequeños propietarios independientes (…) por sí, sin un Estado Mayor constituido por comandantes de toda especie o coroneles de la Guardia Nacional».

     El punto clave del modelo tenía que ver con la noción de ciudadanía, o sea, quién podía votar y ser votado, representar y ser representado en el Imperio, quién tenía acceso al control de los recursos del Estado. En resumen, quién mandaba y era mandado. Las primeras restricciones para la ciudadanía aparecieron después de las elecciones para la constituyente de 1823, convocadas tras el Grito del Ipiranga. Para ser elector era necesario ser hombre, propietario de tierras u otro bien raíz, con una edad mínima de veinte años. Mujeres, esclavos, indios, asalariados, extranjeros y personas que no profesasen la religión católica estaban excluidos. La Constitución de 1824 aumentó la restricción de edad hasta los 25 años y por vez primera introdujo el criterio de renta mínima para los votantes. Para garantizar el control del resultado, las elecciones eran indirectas en dos etapas. En la primera votaba el pequeño electorado compuesto por los hombres con una renta anual líquida de por lo menos 100 mil réis. A ellos les correspondía escoger un colegio electoral más restringido que, en la segunda fase, se encargaría de designar a los diputados, senadores y miembros de los consejos de las provincias. La exigencia de renta anual mínima para los candidatos a estos puestos se cuadruplicaba, de 100 mil a 400 mil réis anuales.

     Una ley de 1846 dobló la renta mínima de los electores hasta 200 mil réis. Era mucho, considerando que, en esa época, el salario medio anual en una provincia rica, como Minas Gerais, no pasaba de 144 mil réis. Finalmente, la reforma electoral conducida por el consejero José Antonio Saraiva en 1881 estableció por primera vez el voto directo en las elecciones legislativas, acabando con la distinción entre votantes y electores. En contrapartida, excluyó a los analfabetos. Como resultado, el porcentaje de votantes, que fue del 10,8% del total de la población en 1872, cayó al 0,8% en 1886. Había casos de diputados que eran elegidos con poco más de un centenar de votos. «El mantenimiento de la participación popular en niveles bajos fue un rasgo constante de la lógica del sistema político», afirmó José Murilo de Carvalho. Esta lógica se mantendría en las primeras décadas del régimen republicano, también caracterizado por el diminuto número de votantes.

     Al construir un estado fuerte y centralizado, el Imperio consiguió vencer un primer desafío que, en la época de la Independencia, parecía insuperable: el mantenimiento de la integridad territorial y el control de las tensiones sociales y regionales, en especial las que atañían a los esclavos. Fracasaría, sin embargo, en el segundo y mayor desafío, el de forjar una nación capaz de integrar a todos los brasileños en «un cuerpo sólido y político» – según la expresión de José Bonifácio citada en el capítulo anterior. O sea, la tarea de la construcción de la ciudadanía. La esclavitud, el analfabetismo, la concentración de riquezas y la exclusión de la inmensa mayoría de la población del proceso electoral se mantendrían como marcas registradas del Imperio hasta las vísperas de su agonía final, en 1889.

     Con su peculiar capacidad para observar la realidad desde ángulos nuevos, el sociólogo pernambucano Gilberto Freyre afirmó: «La Monarquía (…) nunca aceptó de modo directo y franco el desafío del trópico húmedo a la civilización brasileña. Lo evitó siempre».

     Le tocaría a la República enfrentar ese segundo desafío – pero el precio pagado sería altísimo, como se verá más adelante en este libro.

Laurentino Gomes