VIII. La juventud militar

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AL DESEMBARCAR EN RIO DE JANEIRO, en 1879, el estudiante cearense José Bevilacqua quedó deslumbrado con la vida en la corte. En su primer paseo por el centro de la ciudad se maravilló con los tranvías de tracción animal, novedad que aún no existía en Ceará. Transportaban a miles de personas y cruzaban la ciudad en varias direcciones. Los elegantes escaparates de las tiendas de la calle Ouvidor brillaban con la última moda de París y Londres. Los cafés, donde se reunían los políticos e intelectuales, estaban siempre abarrotados. En las calles, vendedores de periódicos vociferaban las últimas noticias que llegaban por telégrafo. El tropel de los animales de carga se confundía con los alaridos de los vendedores ambulantes. En una carta a sus padres, les contó haber encontrado todo «muy bonito y admirable». Finalmente, sentenciaba:

     – ¡Rio de Janeiro es Brasil y la calle Ouvidor es Rio de Janeiro!

     Con sólo dieciséis años, Bevilacqua venía de una pequeña ciudad del interior cearense, donde su madre era profesora de primaria y su padre, maestro albañil. Había decidido mudarse a Rio de Janeiro con el objetivo de completar sus estudios e ingresar en una facultad, privilegio todavía muy raro entre los jóvenes brasileños de su edad. En esa época, los hijos de familias pobres, como él, sólo tenían dos alternativas para tener estudios superiores: ser cura o militar. Bevilacqua probó las dos. Primero fue seminarista en Belém, en Pará. Al darse cuenta que no tenía vocación religiosa, se alistó en el Ejército, requisito para ingresar en la Escuela Militar de Praia Vermelha, en la capital del Imperio. Esta decisión también lo pondría en el ojo del huracán responsable de la Proclamación de la República.

     Rio de Janeiro y la Escuela Militar de Praia Vermelha fueron el granero de la «juventud militar», un grupo de aspirantes, cadetes y oficiales que prepararía y ejecutaría el golpe contra la Monarquía el 15 de noviembre de 1889. Bevilacqua estuvo en la tropa que ese día desfiló por el centro de la capital conmemorando la caída del Imperio. Todos eran jóvenes con perfiles muy semejantes, caso del capitán Serzedelo Corrêa, su colega de academia. Nacido en Pará en 1858, huérfano desde niño, Corrêa estudió en el Seminario Menor de Santo Antônio, en Belém. En 1874, también a los dieciséis años, se alistó en el Ejército y de este modo fue admitido en la Escuela Militar.

     La juventud militar fue la levadura de un bizcocho al que se añadirían más tarde, ya en vísperas del golpe, los demás ingredientes de la Proclamación de la República, incluyendo a los oficiales militares más veteranos, como los mariscales Deodoro da Fonseca y Floriano Peixoto, los hacendados del oeste paulista y toda la galería de periodistas, abogados e intelectuales republicanos. Las relaciones profesionales y personales de este grupo eran tan estrechas que el cearense Bevilacqua se convertiría en yerno de Benjamin Constant Botelho de Magalhães, profesor en la escuela de Praia Vermelha y mentor intelectual de este grupo de jóvenes. También colega de Bevilacqua, el fluminense Euclides da Cunha, futuro periodista, escritor y autor del clásico Os sertões, se casaría con la hija del mayor Sólon Ribeiro, igualmente integrante del grupo.

     Alumno de la Escuela Militar, en junio de 1888 Euclides da Cunha, entonces con 22 años, se autodefinía como «un obrero del futuro» en un artículo para la Revista da Família Acadêmica. «Hoy», escribía él, «que nuestros ideales son, de hecho, los verdaderos y únicos materiales para la prodigiosa construcción de la civilización patria – nosotros, los obreros del futuro, (…) dentro de poco deberemos poner en marcha toda la fortaleza de nuestra vitalidad, todos los brillos de nuestro espíritu, todas las energías de nuestro carácter (…)». En otro artículo afirmaba que «el republicano brasileño debe ser, sobre todo, eminentemente revolucionario».

     En la Escuela Militar se estudiaba mucho. La carrera incluía álgebra, geometría analítica, cálculo diferencial, física experimental, química orgánica, trigonometría esférica, óptica, astronomía, geodesia, dibujo topográfico; táctica, estrategia e historia militar, derecho internacional, nociones de economía política y de arquitectura civil y militar. También era allí donde estudiantes pobres, venidos de las más diferentes regiones de Brasil, entraban en contacto con las ideas que en aquel momento germinaban revoluciones alrededor del mundo. Por eso, la escuela era también llamada «El Tabernáculo de la Ciencia». Sus alumnos se conocían como «los científicos», hombres contagiados por el Siglo de las Luces, imbuidos de la misión de entender y transformar el mundo.

     Ningún pensador tuvo tanta influencia sobre el pensamiento de la juventud militar de Rio de Janeiro como el francés Auguste Comte. Con 1,59 metros de altura, el rostro marcado por la viruela y una cicatriz en la oreja derecha, resultado de un sablazo que sufrió durante una pelea en la adolescencia, Isidore Auguste Marie François Xavier Comte fue el padre del «positivismo», conjunto de ideas filosóficas y políticas que sedujo profundamente a toda una generación de intelectuales brasileños en la segunda mitad del siglo XIX, en especial en el ámbito militar. Nacido en enero de 1798, Comte apoyaba los ideales de la Revolución Francesa, que incluían el fin de la Monarquía, la ampliación de los derechos individuales, la separación entre Estado y religión, pero temía el carácter sanguinario que la revolución había adquirido, especialmente durante el llamado Régimen del Terror, en que miles de personas fueron decapitadas en la guillotina por divergencias políticas.

     Al contrario que Estados Unidos, un modelo relativamente estable de República, a comienzos del siglo XIX el experimento francés parecía no tener límites. Después de la revolución, Monarquía y República fueron derribadas y restauradas en Francia innumerables veces, siempre en medio de nuevos baños de sangre. El Régimen del Terror dio lugar a las guerras napoleónicas, donde los franceses intentaron imponer por la fuerza de las armas las ideas que la revolución no acertó a establecer en las asambleas populares. Tras la derrota de Napoleón Bonaparte en Waterloo, en 1815, reyes y gobernantes civiles se turnarían en el poder durante más de medio siglo, hasta 1870, año de la consolidación de la República francesa. Cada fase venía con recetas nuevas para viejos problemas. Las ideas de Comte, resultado de su experiencia personal, buscaban poner cierto orden en el caos instalado en el continente europeo en esa época.

     El positivismo de Comte se basaba en un sistema filosófico llamado «Ley de los Tres Estados». Según él, el ser humano pasaba por tres etapas distintas de evolución. La primera sería la fase teológica, en la cual las personas intentaban explicar los misterios de la naturaleza mediante la creencia en la acción de espíritus y elementos mágicos. Sería un estadio marcado por la confianza absoluta en los fenómenos sobrenaturales. La imaginación se revelaría siempre más fuerte que la razón. Las sociedades aún sujetas a la fase teológica tenderían a aceptar la idea de que la autoridad de los reyes y el poder del Estado tenían un origen divino, consecuencias de una delegación sobrenatural y no de un pacto libre entre las personas. La monarquía, por tanto, sería el régimen de gobierno natural de un estadio ingenuo y primitivo en la evolución humana, más próximo a la barbarie que a la racionalidad.

     El segundo estado en la evolución humana, según Comte, sería el metafísico. La imaginación daría paso a la argumentación abstracta. La acción de lo sobrenatural sería sustituida por la fuerza de las ideas. En este escalón estarían, por ejemplo, los filósofos griegos, que usaban la razón para explicar los fenómenos naturales. Como consecuencia de este cambio de foco, la organización y el gobierno de las naciones se sustentarían en la soberanía popular, nunca en un supuesto origen divino. Este, no obstante, sólo sería un estadio evolutivo intermedio, en el cual los seres humanos aún no tenían acceso al instrumento más fundamental en la adquisición del conocimiento – el método científico. La ciencia vendría a orientar el entendimiento y las acciones humanas sólo en la fase siguiente, la tercera en la escala de valores de Auguste Comte, que él llamó estado «científico» o «positivo».

     Desde el punto de vista de Comte, era hacia ese tercer estadio donde buena parte de los seres humanos se encaminaba en el siglo XIX – por lo menos las sociedades que él juzgaba más educadas y desarrolladas, caso de los países europeos. En el estado «positivo», la ciencia asumiría, finalmente, el papel de orientadora del conocimiento y de la evolución de los pueblos. Mediante la cuidadosa observación científica de los fenómenos sería posible, en primer lugar, sacar conclusiones seguras respecto del universo y también del comportamiento humano. El paso siguiente sería el de la acción transformadora del entorno social. El correcto entendimiento de las leyes naturales y sociales haría posible no sólo explicar el presente, sino también prever y organizar el futuro.

     Como se ve, el sistema de Comte resulta de la aplicación pura y simple de los principios de las ciencias exactas a las ciencias humanas. De la misma forma como, en matemáticas, dos más dos son cuatro, en la historia también habría elementos concretos que, debidamente analizados e interpretados, podían llevar a conclusiones lógicas y desdoblamientos previsibles. Esta noción sería la base de la moderna sociología, ciencia de la que Comte es considerado el fundador. De ella resultó también la expresión «Ordem e Progresso», que hoy figura en el centro de la bandera nacional brasileña. En opinión de Comte, si existe un orden estático en las sociedades, capaz de ser comprendido por la observación científica, habrá también una dinámica social, responsable de las leyes de su desarrollo, o sea, el progreso. Una vez entendido el orden de la sociedad sería posible reformar sus instituciones como forma de acelerar su progreso.

     En el pensamiento del filósofo francés estaba, igualmente, la génesis de otro concepto que agitó las pasiones de los «científicos» de la Escuela Militar de Praia Vermelha – el de la dictadura republicana. La tarea de reformar la sociedad, según la propuesta de Comte, debía ser llevada a cabo por una élite científica e intelectual situada en la vanguardia de los tres estadios evolutivos. Orientado por la ciencia, consciente de su elevado papel en la sociedad positiva, ese grupo debía ser capaz de establecer y ejecutar planes con rumbo a un futuro de paz y prosperidad generales. La enorme masa de la población, pobre, analfabeta e ignorante, habría de ser guiada y controlada por la élite republicana, por no estar preparada aún para participar activamente del proceso de transformación. La República, por tanto, debía ser implantada desde arriba hacia abajo, como forma de prevenir insurrecciones y desórdenes populares que pudiesen amenazar la buena marcha de los acontecimientos.

     Auguste Comte se tomó tan en serio su sistema que, en los años finales de su vida, había sembrado las semillas de una nueva religión basada en los conceptos del positivismo. La «Religión de la Humanidad» tenía templos decorados con símbolos e instrumentos científicos donde sus fieles se reunían. En su código doctrinario, la figura de un Dios cristiano había sido sustituida por la propia humanidad. En los nichos hasta entonces ocupados por la enorme galería de santos de devoción católica ahora estaban los grandes rostros del pensamiento humano. Así, en lugar de san Pablo, san Pedro y san Antonio, los fieles eran guiados a venerar a Homero, Aristóteles, Dante, Gutenberg, Shakespeare, Descartes y otros grandes nombres de las ciencias y la filosofía.

     Mientras desarrollaba los fundamentos de la «Religión de la Humanidad», Auguste Comte se enamoró de Clotilde de Vaux, diecisiete años más joven que él. Ambos venían de un primer matrimonio fracasado. Él la definió como su «arrebatadora pasión crepuscular». Bajo su inspiración, Comte escribió una de sus últimas obras, el Sistema de filosofía política, base doctrinaria de la religión positivista, en cuyo panteón la misma Clotilde figuraría como santa y musa inspiradora de todos los discípulos.

     Tras la muerte de Clotilde, Comte se proclamó el primer Sumo Pontífice de la nueva religión, adoptó el voto de castidad y se retiró a su casa, donde acabó consumiendo un vaso de leche por la mañana y un trozo de carne con legumbres por la noche, a veces acompañado de pan seco, en «solidaridad con los que no disponían ni siquiera de eso para saciar su hambre». Murió en 1857, a los 59 años.

     En la segunda mitad del siglo XIX, el positivismo ya estaba en decadencia en Europa, como religión tanto como sistema filosófico. En Brasil, sin embargo, llegaría a su apogeo en esa época y sería el germen de la gran transformación ocurrida en 1889 – como demuestra el lema «Ordem e Progresso» insertado en la bandera nacional. «Para que tengamos una República estable, feliz y próspera, es necesario que el gobierno sea dictatorial, y no parlamentario», defendió en un discurso el 14 de diciembre de 1889, un mes después de la Proclamación de la República, el ministro de Agricultura del nuevo gobierno provisional, el gaucho Demétrio Nunes Ribeiro, fiel seguidor del ideario de Auguste Comte.

     El primer gremio positivista se creó en Rio de Janeiro en abril de 1876 con el objetivo de «promover un curso científico» y construir una biblioteca. Entre los siete fundadores estaban dos profesores de la Escuela Militar de Praia Vermelha, el entonces mayor Benjamin Constant y el ingeniero militar Roberto Trompowsky Leitão de Almeida. Cinco años más tarde, el gremio entraría en crisis. Dos de sus miembros, Miguel Lemos y Raimundo Teixeira Mendes, ex-alumnos de la Escuela Politécnica, insistieron en transformarlo en la iglesia Positivista de Brasil, subordinada a la dirección de Pierre Laffite, sucesor espiritual de Comte en Francia. Benjamin Constant y otros socios pidieron la dimisión alegando estar en desacuerdo con los desdoblamientos religiosos de las ideas del filósofo francés. Algún tiempo más tarde, al tratar del tema con el futuro vizconde de Taunay, Benjamin le recomendó: «No siga puntualmente todo el sistema (…); en no pocos puntos de él me aparto, ni practico la religión de la humanidad, pero estudie los libros del maestro; instrúyase con sus ideas».

     A partir de ahí la historia del positivismo en Brasil quedó dividida en dos vertientes. La primera, la religiosa, se volvió irrelevante. En 1890, primer año de la República, la «Iglesia de la Humanidad» contaba con sólo 159 adeptos en todo el país. Como ideología política, sin embargo, las ideas de Comte tendrían un impacto enorme y duradero en la historia republicana. Algunos estudiosos llegaron a establecer vínculos entre ellas y la Revolución de 1930, liderada por el gaucho Getúlio Vargas, él mismo un ex-adepto del positivismo. De la misma forma, habría en el golpe militar de 1964 un eco positivista tardío, tan profundamente arraigada en el pensamiento militar estaba la idea de un grupo iluminado capaz de conducir de forma dictatorial los rumbos de la peligrosamente inestable República brasileña.

     En 1878, los alumnos de la Escuela Militar de Praia Vermelha crearon un club secreto republicano, que funcionaba en una pequeña casa en el barrio de Botafogo. Otro club, también secreto, fue fundado en 1885, bajo el disfraz de asociación de beneficencia. Sus socios recibían regularmente los ejemplares de A Federação, periódico republicano dirigido en Rio Grande do Sul por el positivista Júlio de Castilhos. Este grupo se caracterizaba por el rechazo a las prácticas religiosas tradicionales, vistas como retrógradas y propias de la primera fase de la evolución humana descrita por Auguste Comte.

     Los jóvenes «científicos» de la Escuela Militar se declaraban ateos o agnósticos. Para ellos, el desafío de la reforma de las instituciones incluía modificar a la misma religión católica, tenida como una de las razones del atraso brasileño. «Tenemos por el catolicismo, y por las entidades que lo representan, el mismo religioso respeto que tiene el arqueólogo por los restos de una civilización antigua excavados bajo montones de ruinas», escribió el teniente Lauro Sodré, estudiante de la Escuela Militar entre 1876 y 1884, y que durante la República sería el primer gobernador de Pará. «La Biblia del futuro es el libro de la ciencia».

     En 1886, Lauro Sodré fundó en Belém el primer club republicano de Pará, cuyo objetivo era «la eliminación de la realeza, que, para nosotros, representa la causa de nuestro atraso». El lenguaje del manifiesto divulgado por Sodré era incendiario, pregonando abiertamente la revolución popular armada contra la Monarquía:

Creemos firmemente que ha de venir desde abajo la revolución destinada a romper las armas de la tiranía, consagrando los instrumentos de la democracia. Nosotros reconocemos el derecho a la insurrección de los pueblos. Hay momentos en que los impedimentos levantados por el oscurantismo contra el avance del engranaje social tienen que ser removidos con la fuerza de las multitudes. (…) Es sobre las ruinas y los destrozos del pasado donde se levantará el futuro. Progresar y continuar, pero la construcción tiene como preliminar indispensable la demolición. 

     La propagación de estas ideas en un país católico y conservador generaba inquietud y preocupaciones. Ejemplo de esto es un gracioso episodio que le ocurrió al cearense José Bevilacqua y a su familia. En abril de 1886, cuando él ya era un miembro activo en las reuniones y sociedades secretas de la juventud militar, su madre se asustó al saber que su hijo iba a vivir en una «república» de estudiante. En el interior de Ceará, donde ella vivía, la simple mención de la palabra «república» era considerada peligrosa. Por carta, su hijo intentó tranquilizarla explicándole que se trataba de un malentendido:

No hay motivos para sentir escalofríos ante la palabra República; en primer lugar porque simboliza la forma de gobierno en que los derechos de los ciudadanos están mejor definidos, en cuanto que no admitiendo privilegios de familia o de clase, las leyes igualan a todos los ciudadanos y su única distinción es aquella que proviene del mérito y de las virtudes individuales (…); además se trata de una casa de estudiantes, que allí se suele designar con ese nombre.

     En resumen, la «república» que tanto asustaba a la madre de Bevilacqua no pasaba de un alojamiento estudiantil – denominación que todavía hoy se utiliza en las ciudades de confluencia universitaria, caso de Ouro Preto, en Minas Gerais. Pero era precisamente en lugares como ése donde germinaba, en 1889, la semilla de la caída del Imperio. Y no por casualidad se llamaban repúblicas.

Laurentino Gomes

VII. Los republicanos

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UNA DILATADA Y RUIDOSA SALVA de aplausos acogió al abogado Antônio da Silva Jardim en el pleno de la Cámara Municipal de Campinas, en el interior de São Paulo, la noche del 26 de febrero de 1888. El orador acababa de llegar de Santos, donde vivía, y traía un mensaje radical para la platea allí reunida: la ejecución sumaria de los miembros de la familia imperial que eventualmente se resistiesen al cambio de la Monarquía por el régimen republicano. En opinión de Silva Jardim, los republicanos debían aprovechar el año siguiente, primer centenario de la Revolución Francesa, para instalar el nuevo régimen. A la familia imperial le serían dadas dos opciones. La primera, el exilio, con preferencia en Europa. La segunda, en caso de resistencia, la muerte en plaza pública en nombre de los intereses nacionales. Recordaba que, en 1789, los revolucionarios parisinos habían ejecutado en la guillotina al rey Luis XVI y a la reina Maria Antonieta, entre otros nobles franceses. La actitud, según él, debía guiar a los brasileños en las difíciles decisiones a tomar en los meses siguientes.

     – ¿Ejecución? ¡Sí, ejecución! – afirmó Silva aquella noche, con la mirada fija en la platea. – ¡Matar, sí, si tanto fuere preciso; matar!

     El incendiario discurso de Silva Jardim era parte de la propaganda republicana, que a esas alturas se había apoderado de los brasileños mejor informados y de los habitantes de los grandes centros urbanos. En 1889, había en todo Brasil 237 clubes republicanos, 204 de los cuales concentrados en las provincias del Sur y del Sudeste. Un total de 74 periódicos proponían abiertamente la caída del Imperio y funcionaban libremente en las diversas regiones. Algunos tenían nombres curiosos, como O Mequetrefe, de Rio de Janeiro. Otros nombres indicaban su tendencia revolucionaria, caso de O Combate, O Atirador Franco y A Revolução. Los más importantes, cuyos artículos causaban gran repercusión en la corte, eran la Gazeta de Notícias, dirigida por Ferreira de Araújo, el Diário de Notícias, que tenía a Rui Barbosa como colaborador, y O País, de Quintino Bocaiúva. En los pasquines y publicaciones satíricas, el emperador Pedro II era llamado «Pedro Banana» o «Pedro Caju». La pluma demoledora del baiano Rui Barbosa se refería al soberano como «decadente figura de viejo coronado» y a la Monarquía como «cosa senil, gangrenosa, contagiosa, que pudría Brasil».

     Antônio da Silva Jardim era el más radical de todos los propagandistas republicanos. Nacido en una localidad del estado de Rio de Janeiro, Vila de Capivari, y formado en la Escuela de Derecho de São Paulo, se casó en la ciudad de Santos con una sobrina nieta de José Bonifácio de Andrade e Silva, el Patriarca de la Independencia. En los meses que precedieron la caída de la Monarquía, recorrió diversas regiones de Brasil dando discursos incendiarios. En una incursión por Minas Gerais, visitó 27 ciudades en treinta días, viajando a caballo, en carros de bueyes o incluso a pie. «¡La revolución brasileña debe estallar pujante y victoriosa en el año 1889; no después!», anunciaba, para delirio de las multitudes que se reunían para oírlo. «Para nosotros, como para toda la humanidad, este solemne año es un buen augurio para la libertad».

     Muchas veces Silva Jardim se enfrentaba a ambientes hostiles. En la ciudad fluminense de Paraíba do Sul, reducto de los barones del café en la región del Valle del Paraíba, habló bajo una lluvia de piedras lanzadas desde la calle por adeptos al régimen monárquico. Algunos de los invitados salieron heridos. En otra ocasión, en Rio de Janeiro, hubo de interrumpir su discurso al ser atacado por la Guardia Negra, la milicia organizada por el abolicionista José do Patrocínio y compuesta por esclavos libertos simpatizantes de la princesa Isabel, heredera al trono.

     No todos los republicanos eran tan radicales como Silva Jardim. Algunos, más moderados, como el periodista Quintino Bocaiúva, preferían incluso esperar la muerte del anciano emperador Pedro II para, sólo entonces, hacer el cambio de régimen. Otros, como el profesor y teniente coronel Benjamin Constant, creían que la revolución tenía que suceder lo más rápidamente posible, sin embargo, en ese caso, la familia imperial debía ser tratada con todo respeto y consideración. Algunos, como el paulista Campos Salles, creían que era posible llegar a la República a través de las urnas, convenciendo a los electores paulatinamente de que el nuevo régimen era la mejor opción en el estado de desarrollo del país y también la más adecuada a los nuevos vientos libertarios que soplaban desde Europa y Estados Unidos. Otros discrepaban frontalmente de esta alternativa por creer que el corrupto sistema electoral del Imperio jamás permitiría el acceso de los republicanos al poder en unas elecciones regulares. La solución, por tanto, debía ser revolucionaria. Era el caso del gaucho Júlio Prates de Castilhos, del paraense Lauro Nina Sodré e Silva y del propio Silva Jardim, todos famosos por sus discursos y artículos incendiarios.

     A pesar de las divergencias circunstanciales en cuanto al modo de llegar al nuevo régimen, la campaña republicana se hacía eco de un sueño alimentado por muchos brasileños en diversos periodos de la historia nacional. Hasta entonces, Brasil había sido gobernado siempre bajo el régimen monárquico, en el cual todo el poder emanaba del soberano y en su nombre era ejercido. Fueron 322 años de administración de la corona portuguesa durante el periodo colonial – desde el Descubrimiento, en el 1500, hasta la Independencia, en 1822 – más los 67 años del Primer y Segundo Reinados, bajo el liderazgo de los emperadores Pedro I y Pedro II. Los republicanos defendían un cambio radical en ese sistema. La palabra «república» viene del latín Res Publica, expresión usada para designar la cosa pública, o sea, los bienes colectivos o los recursos del Estado. Bajo el régimen republicano, el poder sería ejercido por representantes elegidos por el pueblo con vistas a servir al interés común, es decir, a la cosa pública.

     En nombre de este concepto, en la segunda mitad del siglo XIX el país ya tenía una historia republicana significativa, aunque trágica. En ella se contabilizaban algunos mártires que hoy día figuran en el panteón de los héroes nacionales, caso del minero Joaquim José da Silva Xavier, Tiradentes, ahorcado en la Conspiración Minera de 1789, y del pernambucano Joaquim do Amor Divino Rabelo, fray Caneca, fusilado en la Confederación del Ecuador de 1824. Ambos murieron defendiendo el sueño de hacer de Brasil una República semejante a las de sus vecinos del continente americano.

     Además de la Conspiración Minera y de la Confederación del Ecuador, el ideal republicano estuvo detrás de episodios como la Guerra de los Mascates, de 1710, en Pernambuco; la Revuelta de los Alfaiates (también llamada Conjura Bahiana), de 1798; la Revolución Pernambucana, de 1817; la Sabinada, de 1837, en Bahia; la Revolución Farroupilha, de 1835, en Rio Grande do Sul; y la Revolución Praieira, de 1848, nuevamente en Pernambuco. Durante la Independencia, fue éste el proyecto de Brasil defendido por las corrientes más radicales de la masonería, que incluían al abogado Joaquim Gonçalves Ledo, al brigadier Domingos Alves Branco Muniz Barreto, al médico Cipriano J. Barata de Almeida y al clérigo Januário da Cunha Barbosa. «Pedro I sin II», defendía en esa época el periodista João Soares Lisboa, redactor del periódico Correio do Rio de Janeiro, dando a entender que la Monarquía iba a ser apenas una solución transitoria durante el periodo de ruptura de los vínculos con Portugal. Después, el país debía caminar rápidamente hacia la República.

     Uno de los primeros periódicos republicanos de que se tienen noticias en Brasil fue el Sentinela do Serro, publicado en Minas Gerais entre 1830 y 1832, bajo la dirección de Teófilo Ottoni, abogado y político liberal. «Somos de la opinión de que lentamente se debe republicanizar la Constitución de Brasil», proponía el periódico minero más de medio siglo antes de la Proclamación de la República. En 1869, un joven estudiante llamado Julio Cesar da Fonseca Filho tuvo que esconderse de la policía después de publicar en la ciudad de Aracati, en el litoral cearense, la primera y única edición del periódico Barrete Phrygio, referencia al gorro usado como símbolo de los revolucionarios franceses. Impreso en papel rojo para remarcar aún más su posición política, el periódico se decía «monitor de la revolución y de la República» y traía mensajes que, más tarde, sonarían proféticos:

     ¡Hagamos la República! ¡Fuera el rey!

     Cuidado con el Ejército: donde él predomina, la libertad es una mentira.

     Reprimidas por las autoridades cuando amenazaban la integridad nacional (caso de las revueltas regionales) o simplemente toleradas (caso de los ataques al emperador en la prensa), estas iniciativas eran en general vistas como movimientos aislados, que no llegaban de hecho a amenazar las instituciones de la Monarquía. El escenario comenzaría a cambiar no propiamente por la fuerza del ideario republicano, sino debido a una grieta en el edificio imperial. En julio de 1868, el emperador Pedro II insistió en nombrar un gobierno dominado por los conservadores, despreciando la opinión de la mayoría liberal en la Cámara de los Diputados. Era una forma de premiar al duque de Caxias, líder del Partido Conservador en Rio Grande do Sul y en esos momentos personaje fundamental en la conducción de la Guerra de Paraguay, pero significaba un cambio drástico en el ritual del poder del Segundo Reinado, en el cual el gobierno había reflejado siempre la composición de la Cámara. Sintiéndose despreciados, los liberales divulgaron un manifiesto en el que acusaban al soberano de promover un «golpe de estado». Dos años más tarde, algunos de ellos dejarían el Partido Liberal para adherirse a la causa republicana, que, a partir de ahí, cobraría un vigor hasta entonces nunca visto.

     El día 3 de noviembre de 1870 está considerado por los historiadores como el punto de inicio de la jornada política que llevaría a la caída del Imperio dos décadas después. En esta fecha se creó en Rio de Janeiro el primer club republicano de Brasil. De él formaban parte los periodistas Quintino Bocaiúva, Francisco Rangel Pestana, Arístides da Silveira Lobo, Miguel Vieira Ferreira y Antônio Ferreira Viana, los abogados Henrique Limpo de Abreu y Salvador de Mendonça, el médico José Lopes da Silva Trovão y el ingeniero Cristiano Benedito Ottoni. Casi todos eran disidentes del Partido Liberal, todavía dolidos con la actitud tomada por don Pedro II en 1868. En la reunión inaugural del club, se tomaron tres decisiones: la redacción de un manifiesto a la nación, la creación de un partido republicano y el lanzamiento de un periódico que expresara las ideas del grupo.

     Redactado por una comisión encabezada por el abogado Joaquim Saldanha Marinho, exdiputado liberal por Pernambuco, exgobernador de las provincias de São Paulo y Minas Gerais y gran maestre de la masonería, el Manifiesto Republicano fue publicado el 3 de diciembre de 1870 en el primer número de A República, periódico de cuatro páginas con una tirada de 2 mil ejemplares y tres ediciones a la semana. En resumen, el texto intentaba probar que la monarquía ya no representaba los anhelos de la nación, criticaba el «poder personal» del emperador Pedro II y terminaba con una frase emblemática:

     Somos de América y queremos ser americanos. 

     Entre los 58 firmantes del Manifiesto Republicano se contaban doce abogados, ocho periodistas, nueve médicos, cuatro ingenieros, tres funcionarios públicos, dos profesores, nueve comerciantes y un hacendado. La repercusión fue tímida. El mismo don Pedro II, al conocer la noticia, no le dio importancia. «Ahora, si los brasileños no me quisieran como emperador, sería profesor», le dijo al marqués de São Vicente, presidente del Consejo de Ministros, que le aconsejó defender la Monarquía y actuar contra los responsables de la publicación.

     A pesar de la poca repercusión inicial, el Manifiesto de 1870 puso la semilla para que iniciativas semejantes brotasen en otras regiones. Los dos años siguientes, fueron lanzados 21 periódicos republicanos por todo el país. De la lista formaban parte el Argos, en Amazonas; O Futuro, en Pará; O Amigo do Povo, en Piauí; A República Federativa, O Seis de Março, O Americano y O Manifesto, en Pernambuco; O Horizonte, en Bahia; O Correio Paulistano, A Gazeta de Campinas, O Sorocabano y O Comércio de Santos, en São Paulo; y O Antonino, en Paraná. En Rio Grande do Sul, el primer periódico republicano fue A Democracia, lanzado en febrero de 1872 por Francisco Cunha. El más importante, sin embargo, fue A Federação, inaugurado en enero de 1884, bajo la dirección de Venâncio Aires y, después, de Júlio de Castilhos, dos de los personajes más importantes de la historia de la Proclamación de la República.

     En Minas Gerais, O Jequitinhonha, publicado en la ciudad de Diamantina por Joaquim Felício dos Santos, declaró su adhesión a la idea republicana el 1 de enero de 1871. «Los amigos que componen la redacción de O Jequitinhonha resuelven adherirse explícitamente al programa del Club Republicano recientemente creado en Rio de Janeiro como ya comunicamos», anunciaba el periódico en esa edición, diciéndose también órgano oficial del nuevo Partido Republicano minero. O Jequitinhonha fue a la quiebra cuatro años más tarde, pero luego surgirían otras publicaciones con el mismo ideario, caso de O Colombo, de la ciudad de Campanha, y O Movimento, de Ouro Preto.

     Le cupo a Itu, en el interior de São Paulo, ser la cuna del movimiento republicano brasileño mejor organizado. En esta ciudad aconteció, en 1873, la Convención de Itu, marco de la fundación del Partido Republicano Paulista (PRP), cuya actuación sería decisiva en la caída del Imperio, en 1889, y principalmente en la consolidación del nuevo régimen en los años siguientes. La convención fue realizada en casa del hacendado Carlos de Vasconcelos de Almeida Prado, donde hoy funciona el Museo Republicano, institución mantenida por la Universidad de São Paulo. Tenía como objetivo «autorizar una elección de representantes para un futuro congreso republicano con sede en la capital», o sea, en la ciudad de São Paulo.

     Presidida por el hacendado João Tibiriçá Piratininga y actuando como secretario Américo Brasiliense de Almeida e Mello, exdiputado paulista y expresidente de las provincias de Paraíba y Rio de Janeiro, reunía la flor y nata de la agricultura cafetera de la región. Estuvieron presentes delegados de dieciséis municipios paulistas y una comisión de Rio de Janeiro. De los 133 miembros, 78 se declaraban agricultores. Entre el resto de los 55 participantes, había de todo un poco, incluyendo diez abogados, ocho médicos, cinco periodistas, farmacéuticos, dentistas y algunos comerciantes de esclavos. Una de las presencias más destacadas fue la de Campos Salles, representante de Pirassununga y futuro presidente de la República. De otro futuro presidente, Prudente José de Morais e Barros, se incluyó el nombre más tarde, aunque no estuvo en la reunión y ni siquiera en esa época era republicano.

     Hay un sarcasmo en la historia de la Convención de Itu: el más importante evento de propaganda republicana en São Paulo tuvo que ir de tapadillo a una conmemoración de la Monarquía para alcanzar la repercusión deseada. La fecha escogida para el encuentro, el 18 de abril de 1873, fue planeada para que coincidiera con la inauguración de la Vía Férrea Ituana, construida con capital privado y destinada a conectar la región de Itu con los raíles del Ferrocarril Santos-Jundiaí. La solemnidad de la apertura de la nueva vía férrea, ocurrida el día anterior, atrajo la atención de la prensa y del mundo oficial. Se trataba de un evento del gobierno imperial, pero era todo lo que los republicanos necesitaban. Al anochecer del día 17, todos los invitados a la inauguración se dirigieron a las cercanías de la iglesia Mayor, donde los republicanos mezclados con simpatizantes de la Monarquía escucharon bandas de música y asistieron al lanzamiento de fuegos artificiales promovidos por las autoridades del Imperio para celebrar el nuevo ramal ferroviario. Al día siguiente, los republicanos se reunieron en el solar de los Almeida Prado, justo al lado de la iglesia Mayor, para discutir las bases del movimiento que lucharía por el cambio de régimen. A punto de ser reactivado como atracción turística, después de muchos años de abandono, un tramo de esa antigua línea férrea, de siete kilómetros de longitud entre Itu y la vecina ciudad de Salto, es hoy en día llamado «Tren Republicano», en una prueba más de que la historia, casi siempre, es contada y escrita según la óptica de los vencedores.

     Itu fue escogida para acoger la convención de 1873 no sólo por la coincidencia con la fecha relativa a la inauguración del ramal ferroviario. Situada a cerca de cien kilómetros de São Paulo, entre Campinas, Piracicaba y Sorocaba, esta ciudad reflejaba, a finales de siglo, los profundos cambios ocurridos en la economía cafetera los años anteriores. Como se vio en capítulos anteriores, en la segunda mitad de siglo el café era la principal riqueza brasileña. El eje de la producción, sin embargo, se había desplazado rápidamente del Valle del Paraíba a las tierras fértiles de la nueva frontera agrícola del oeste paulista, región dominada por los hacendados republicanos. Habían cambiado también las técnicas de cultivo y las relaciones de trabajo en los campos. «El hacendado de esa zona se distinguía por su espíritu progresista», observó la historiadora Emília Viotti da Costa. «Procuraba perfeccionar los métodos de mejora del café, intentaba sustituir al esclavo por el inmigrante, suscribía capitales para la ampliación de la red ferroviaria y para la creación de entidades de crédito. Era pionero, activo y emprendedor».

     El contraste entre la moderna explotación cafetera del oeste paulista y las decadentes propiedades esclavistas del Valle del Paraíba era notorio. En las postrimerías del Imperio, cerca de setecientas de esas antiguas haciendas, con un total de 35 mil esclavos, estaban hipotecadas por el Banco de Brasil en las provincias de São Paulo, Rio de Janeiro, Minas Gerais y Espírito Santo por la falta de pago de sus deudas. Sus dueños estaban arruinados. El cultivo del café en el Valle del Paraíba funcionaba con técnicas rudimentarias. La productividad era bajísima. La abundancia de tierras y mano de obra esclava eximía a los barones de realizar inversiones para mejorar las técnicas de producción.

     En todo el Valle del Paraíba, los cafetales eran plantados en laderas, sin ningún cuidado por detener la erosión del suelo. Después de quince o dieciocho años, toda la capa fértil había sido fregada por las lluvias y arrastrada al fondo de los valles y ríos. Detrás quedaba una tierra deforestada e improductiva salpicada de termiteros que todavía hoy se ven en la región. En vez de usar abono para intentar recuperarlas, los hacendados simplemente talaban la selva vecina y abrían nuevos campos, que, después de una o dos décadas, habían de ser igualmente abandonados. Eran los «cultivos nómadas», en definición del francés Louis Couty, profesor de ciencias agrarias que visitó la región algunos años antes de la Proclamación de la República. «Por lo general cultivamos hoy la tierra como hace uno o dos siglos, y el régimen de trabajo esclavo es la única explicación plausible para este retraso de la principal de nuestras industrias en acompañar el cambio de ideas», diagnosticaba el Informe del Ministerio de Agricultura, Comercio y Obras Públicas de 1882.

     Situación muy diferente era la de las nuevas haciendas de Campinas, Rio Claro, Itu, Piracicaba, Pirassununga y otras ciudades del oeste paulista. Aunque aún empleasen mano de obra cautiva, los caficultores de esta región fueron pioneros en la sustitución de los esclavos por el trabajo asalariado de inmigrantes europeos – caso de Nicolau Pereira de Campos Vergueiro, dueño de la hacienda Ibicaba, en Limeira, ya visto en el capítulo anterior. Otros cambios siguieron con la mejora del café, etapa ejecutada tras la recolección y el secado del grano. Máquinas modernas, como despulpadoras, ventiladores y separadoras, realizaban solas las tareas que, antes, exigían el trabajo de hasta noventa esclavos. También aumentaron la productividad media de las haciendas y elevaron la calidad final del producto, que pasó a tener precios mejores que el de sus competidores del Valle del Paraíba. Los costes disminuyeron.

     La prosperidad resultante de ese aumento de progreso impresionaba a todos. Al pasar por Campinas en 1859, el periodista y escritor Augusto Emílio Zaluar quedó asombrado al observar que la ciudad tenía tres fábricas de licores, dos de cerveza, una de velas de cera, una de sombreros, tres hoteles, diversas sastrerías, zapateros, un periódico, cuatro iglesias y un teatro – «mejor que el de la capital» y que «hace honor al buen gusto y a la riqueza de la población», según anotó.

     Además de cambiar el escenario de decadencia hasta entonces reinante en el Valle del Paraíba, la nueva frontera agrícola inyectó nuevas ideas y reivindicaciones políticas en la élite cafetera de Brasil. La forma cómo los hacendados del oeste paulista veían Brasil y su futuro era muy diferente de la de los barones del Valle del Paraíba. Para ellos, la Monarquía ya no encajaba con el modelo de país que ansiaban. La solución tenía que venir de la República. «El Valle era un baluarte de reaccionarios, apoyados en la tradición, mientras que los hacendados paulistas tenían una conciencia emprendedora», explicaron los historiadores Lúcia Maria Bastos Pereira das Neves y Humberto Fernandes Machado.

     En 1874, algunos de los hacendados participantes en la Convención de Itu se reunieron nuevamente en Campinas con el objetivo de recabar fondos para la creación del órgano oficial del nuevo Partido Republicano Paulista. Al año siguiente era lanzado A Província de S. Paulo, periódico que, más tarde rebautizado con el nombre de O Estado de S. Paulo, marcaría profundamente, hasta hoy, la historia de la prensa brasileña. Su «plan de acción», redactado por Américo Brasiliense y fechado el 2 de octubre de 1874, defendía la «descentralización completa» del Estado brasileño, la libertad de enseñanza y la educación obligatoria, la separación entre Iglesia y Estado, el matrimonio y registro civil de nacimientos y muertes, la secularización de los cementerios, un Senado temporal y electivo, «elecciones directas bajo principios democráticos» y, como meta particularmente deseada por los paulistas, «los presidentes de las provincias elegidos por éstas». Aunque el nuevo periódico evitase, por lo menos al principio, declararse explícitamente favorable a la caída de la Monarquía, sus diecisiete propietarios eran todos conocidos jefes republicanos, incluyendo los dos directores y socios principales, Francisco Rangel Pestana y Américo Brasílio de Campos.

     En los años que siguieron a la divulgación de su primer manifiesto en Rio de Janeiro y a la Convención de Itu, los republicanos brasileños se enfrentaron a un dilema que se revelaría insuperable. Era la escasez de votos. A pesar de la reacción de entusiasmo del público en las conferencias de Silva Jardim y de los inflamados artículos en la prensa, la campaña republicana no encontraba eco en las urnas. Por más animados que fuesen los mítines y por más ruidosa que fuese la campaña, con raras excepciones sus candidatos sencillamente no conseguían reunir los votos suficientes para ser elegidos. Era como si el electorado brasileño fuese sordo a las ideas y promesas del nuevo régimen. Obviamente, parte de esa frustración se debía a los vicios del sistema electoral del Imperio, totalmente controlado por los capitostes de la política local, habituados a mandar detener a sus adversarios y a cometer fraude en las urnas para asegurar la elección de sus protegidos. Pero esto sólo era parte del problema.

     Incluso en las ciudades más grandes, como Rio de Janeiro y São Paulo, supuestamente menos vulnerables a la manipulación de los coroneles de la Monarquía, los resultados electorales de los republicanos fueron, sistemáticamente, mediocres a lo largo de dos décadas. En las elecciones de agosto de 1889, o sea, tres meses antes de la Proclamación de la República, la suma de los votos republicanos en todo el país no llegó al 15% del total. Sólo Minas Gerais consiguió elegir dos representantes del partido para la Cámara de los Diputados – Martiniano das Chagas y Gabriel de Almeida Magalhães. En otras provincias, la lista de los derrotados incluía grandes figuras como Campos Salles, Prudente de Morais, Júlio de Mesquita, Francisco Glicério, Aristides Lobo y Lopes Trovão. En Paraná, Vicente Machado da Silva Leme obtuvo unos menguados treinta votos. En Sergipe, el resultado de Sílvio Romero fue aún peor, sólo seis votos – el de él mismo más el de cinco amigos y familiares. En Maranhão, los republicanos simplemente dejaron de disputar las elecciones por falta de candidatos.

     Además de débiles electoralmente, los republicanos estaban divididos. Entre ellos había rivalidades profundas e irreconciliables. En el primer congreso nacional del Partido Republicano, celebrado en junio de 1887 en Rio de Janeiro, comparecieron delegados de sólo nueve provincias más la capital, Rio de Janeiro. En el segundo, en octubre del año siguiente, también en la sede de la corte, estuvieron representadas sólo seis provincias. Sólo en mayo de 1889, casi veinte años después de la publicación del Manifiesto de 1870 y seis meses antes del Quince de Noviembre, lograron elegir a su primer presidente nacional, el periodista Quintino Bocaiúva. Aunque eso sí, con la deserción de Silva Jardim y sus aliados, que juzgaban a Bocaiúva excesivamente moderado y tolerante con la política imperial.

     Las mayores divergencias estaban relacionadas con la forma de república a ser implantada en Brasil y con el camino para llegar a ella. Los caficultores del oeste paulista y parte de los periodistas, profesores, abogados e intelectuales de Rio de Janeiro autores del Manifiesto Republicano de 1870 soñaban con una democracia liberal y federalista, semejante a la de Estados Unidos, con sufragio universal y libertad de expresión, que preservase, no obstante, los derechos a la propiedad y al libre comercio. En el ala más radical de los civiles, representada por Silva Jardim y Lopes Trovão, estaban los llamados jacobinos, admiradores de la Revolución Francesa y defensores de la implantación de la República mediante la insurrección popular en las calles e incluso de la ejecución de la familia imperial. Un tercer grupo era el formado por los positivistas, seguidores de la doctrina del filósofo francés Auguste Comte y que pregonaban el establecimiento de una dictadura republicana. Estaban dirigidos en Rio de Janeiro por Miguel Lemos y Raimundo Teixeira Mendes, y en Rio Grande do Sul por el abogado Júlio de Castilhos. Esta corriente tenía mucho crédito en el estamento militar, donde destacaba el profesor y teniente coronel Benjamin Constant, líder de la llamada «juventud militar», como se verá con más detalle en el próximo capítulo.

     Otro foco de divergencias estaba relacionado con la esclavitud, el mayor de todos los problemas brasileños de la época. En el Manifiesto de 1870 y en el documento aprobado en la Convención de Itu, los republicanos pasaron de largo por el tema. La abolición de la esclavitud, decían los hacendados paulistas, debía ser tratada «más o menos pausadamente» en las provincias, de acuerdo con las posibilidades de sustitución del esclavo por mano de obra libre y teniendo siempre en cuenta el «respeto a los derechos adquiridos». La resolución de Itu fue aprobada con el único voto en contra del abogado abolicionista Luís Gonzaga Pinto da Gama, que protestó contra «las concesiones hechas a la opresión y al crimen». A causa de estas diferencias, Gama se apartó del Partido Republicano Paulista.

     El motivo de la omisión era obvio: muchos de los firmantes, incluyendo a la familia del futuro presidente Campos Salles, eran dueños de esclavos. Era demasiado esperar que defendiesen la abolición en contra de sus intereses personales. En una población de 10.821 habitantes, el municipio de Itu contaba en la época con 4.425 esclavos. O sea, de cada diez ituanos, cuatro eran cautivos. En una carta a su amigo y correligionario Bernardino de Campos, el 10 de julio de 1884, el abogado campinero Francisco Glicério definió bien la postura de los republicanos en relación al asunto: «Nuestro objetivo es fundar la República, y no liberar a los esclavos». A su entender, la esclavitud era una herencia de la Monarquía, por lo que correspondía al Imperio resolver el problema y asumir los inmensos costes políticos que la decisión implicaba. Por eso, recomendaba que los republicanos evitasen el desgaste distanciándose del asunto en su propaganda. «Toda reserva en nuestra actitud nos traerá inmensos resultados», aconsejaba.

     Las obras de Alberto Sales, uno de los ideólogos del movimiento republicano paulista, ofrecen un resumen de las ideas de los hacendados respecto de la esclavitud. Son conceptos que hoy suenan racistas y prejuiciosos, pero que, en la época, eran discutidos con mucha naturalidad en la prensa, en los libros y en los discursos en el Parlamento. «El africano, además de ser muy diferente del europeo, bajo muchos puntos de vista anatómicos y fisiológicos, aún se encuentra en un grado muy embrionario de evolución mental», sostenía Alberto Sales. Según él, la ausencia de «evolución y de consistencia» en el cerebro de los esclavos habría contribuido a la degeneración racial brasileña. «La raza africana», afirmaba, «por su inferioridad moral y por su incapacidad social y política, habiendo sido introducida brusca y violentamente en el seno de una población enteramente distinta, ciertamente no puede contribuir a su desarrollo moral e intelectual, sino a su atraso». Añadía que «São Paulo había estado por mayor tiempo libre de la calamidad» debido al número relativamente menor de esclavos y de mestizaje racial en sus campos, lo que, a su vez, habría hecho de la región «el centro de un notable progreso moral e intelectual».

     Hasta 1889, los diferentes grupos republicanos actuaban de forma aislada, con poca articulación entre sí, aunque todos se adhirieron rápidamente en la madrugada del 15 de noviembre al golpe del mariscal Deodoro da Fonseca, que, a su vez, hasta ese momento no se había identificado con ninguna de las facciones – y, según todas las evidencias, ni republicano era. En una reunión habida el 21 de marzo de 1889 en la hacienda Reserva, propiedad de Júlio de Castilhos situada en la región misionera, los republicanos gauchos trazaron un programa que no dejaba dudas respecto a los pasos a seguir en dirección a la República:

El Imperio debía ser atacado antes de la implantación del Tercer Reinado, esto es, cuando menos espera el ataque; el método preferible es volver contra el Imperio sus propias armas, esto es, hacerlo atacar por el Ejército, bajo la influencia y la dirección del Partido Republicano.

     El texto es indicativo de que la suma de las dificultades electorales más las divergencias internas arrojó a los civiles en brazos de los militares. Sin resonancia en las urnas, el Partido Republicano pasó a ver al Ejército como un instrumento para acelerar el cambio de régimen. Les interesaba fomentar al máximo las divergencias entre los militares y las autoridades imperiales. En los meses siguientes, el periódico A Federação, dirigido por Júlio de Castilhos, aprovecharía todas las oportunidades para explotar los resentimientos y las fisuras abiertas entre el mando militar y el gobierno imperial. Por esta razón, el cambio de régimen, en vez de recorrer un camino más suave e institucional, como deseaban algunos de los líderes republicanos más moderados, vino mediante un golpe planeado a escondidas y ejecutado en el silencio de la noche.

Laurentino Gomes

VI. El siglo de las luces

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EN 1876, LA JOVEN REPÚBLICA de los Estados Unidos conmemoró el primer centenario de su Independencia con un evento deslumbrante. Realizada en la ciudad de Filadelfia, la «Exposición Internacional de Artes, Manufacturas y Productos del Suelo y de las Minas», ocupaba un área de 1,2 millones de metros cuadrados, igual a la suma de 290 campos de fútbol o casi el tamaño del Parque de Ibirapuera, en São Paulo. Reunió a 60 mil expositores de 37 países distribuidos en 250 pabellones y recibió 9 millones de visitantes, el equivalente al 20% de la población americana de la época. La feria era un símbolo del genio emprendedor de la nueva potencia industrial emergente de América del Norte. Entre las últimas novedades de la ciencia y la tecnología allí exhibidas estaban la Remington Number 1, primera máquina de escribir comercializada por E. Remington & Sons, un modelo de motor de combustión interna que en los años siguientes Henry Ford usaría para construir su primer automóvil y un sistema automático de envío de mensajes telegráficos desarrollado por Thomas Edison, también inventor de la lámpara eléctrica y del fonógrafo (aparato capaz de reproducir sonidos).

     En ese ambiente de excitación y curiosidad, el profesor escocés Alexander Graham Bell, de 29 años, parecía descolocado. Sus primeros días en la feria fueron de desánimo y frustración. Él traía de Boston, ciudad donde vivía, un artilugio llamado provisionalmente «nuevo aparato accionado por la voz humana». Al llegar a Filadelfia, descubrió que parte de la bobina se había extraviado con el equipaje. Mientras intentaba recuperarla a toda prisa, se dio cuenta de que la organización de la feria le había destinado una pequeña mesa de madera escondida al fondo de un distante corredor. Era un espacio poco frecuentado por los visitantes y fuera del recorrido de los jueces encargados de evaluar y premiar los inventos. Como se había inscrito a última hora, su nombre ni siquiera aparecía en el programa oficial de la exposición. La probabilidad de que alguien viese su invento era mínima.

     Todo esto cambió debido a una extraordinaria coincidencia. Al final de una tarde, un afligido Graham Bell observaba a distancia, en el pabellón central de la feria, a los jueces preparándose para irse sin haber pasado por el lugar donde él exhibía su nuevo aparato. De repente, una voz fina y estridente le llamó la atención:

     – ¿Señor Graham Bell?

     Al girarse, Graham se encontró con un señor de barba blanca y ojos muy azules. Llevaba ropa oscura, chistera y bastón. Era el emperador de Brasil, don Pedro II. Ambos se habían conocido semanas antes, en Boston, donde Graham Bell había creado una escuela para sordomudos, asunto de gran interés para el soberano. El emperador le pidió asistir a una de sus clases y quedó impresionado con los métodos utilizados por el joven escocés. Después, acompañado de una numerosa comitiva, siguió viaje para Filadelfia, donde participó de la ceremonia de apertura de la exposición al lado del presidente Ulysses Grant. Primer monarca en visitar Estados Unidos, era la más grande celebridad internacional invitada al evento. Durante los tres meses anteriores, había visitado diversas regiones del país, siempre tratado con deferencia y admiración. Su presencia, destacada casi diariamente en los periódicos, atraía multitud de periodistas y curiosos, exigiendo a veces la intervención de la policía para evitar tumultos. Al reencontrase casualmente con Graham Bell en el vestíbulo de la feria, iba acompañando a los jueces, como invitado de honor, en la tarea de evaluación de los inventos.

     – ¿Qué hace aquí el señor? – preguntó don Pedro.

     Graham Bell le contó que acababa de patentar un mecanismo capaz de transmitir la voz humana, pero, lleno de modestia, le explicó que se trataba de un prototipo susceptible aún de muchos ajustes y perfeccionamientos.

     – Ah, entonces hay que echarle un vistazo… – respondió don Pedro.

     La escena que siguió hoy forma parte de los grandes momentos de la historia de la ciencia. Escoltado por el emperador de Brasil, por un batallón de reporteros y fotógrafos y por los jueces, que, a esas alturas, habían desistido de irse, Graham Bell salió pitando por las escaleras y pasillos de la exposición hasta el oscuro lugar donde habían confinado su aparato. Al llegar allí, le pidió a don Pedro II que se pusiese a una distancia de casi cien metros y mantuviese junto a su oído una pequeña concha metálica conectada a un hilo de cobre. Finalmente, atravesó la galería y, en el extremo opuesto del hilo, pronunció las siguientes palabras, sacadas de la obra teatral Hamlet, de William Shakespeare:

     – To be or not to be (Ser o no ser).

     – ¡Dios mío, esto habla! – exclamó don Pedro II. – ¡Lo oigo! ¡Lo oigo!

     En seguida, saltando de la silla, corrió al encuentro de Graham Bell para felicitarlo por la proeza.

     Más tarde rebautizado como teléfono, el «nuevo aparato accionado por la voz humana» sería considerado la mejor de todas las novedades presentadas en la Exposición Universal de Filadelfia. Fue también uno de los acontecimientos más importantes del siglo XIX, el llamado «Siglo de las Luces» debido a una serie de innovaciones científicas y tecnológicas que cambiaron de forma radical la vida de las personas. Afectaron prácticamente a todas las actividades humanas, pero tuvieron especial impacto en las áreas del transporte y la comunicación. Sus efectos pueden observarse incluso hoy día en la manera cómo las personas viajan, estudian, trabajan o se divierten. Un conjunto todavía más notable de transformaciones ocurrió en las ideas, alterando radicalmente la forma cómo hasta entonces las sociedades habían sido organizadas y gobernadas. Fue un periodo marcado por guerras y revoluciones que modificaron creencias y convicciones, redibujaron fronteras de países, derribaron sistemas de gobierno y establecieron nuevos patrones de convivencia entre los seres humanos.

     Para tener una noción de la importancia del siglo XIX, basta con ver la impresionante galería de pensadores, inventores, científicos, artistas y revolucionarios que vivieron esa época. Algunos ejemplos:

     En ciencia y tecnología, Robert Fulton, Michael Faraday, Jean-Baptiste Lamarck, Pierre Laplace, Charles Darwin, Alexander Graham Bell, Thomas Edison, Karl Benz, Gottlieb Daimler, los hermanos Auguste y Louis Lumière, Louis Pasteur, Sigmund Freud, Max Planck.

     En la literatura, Johann Wolfgang von Goethe, Stendhal, Mary Shelley, los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, Jane Austen, Leon Tolstoi, Fiódor Dostoievski, Alexandre Dumas, Victor Hugo, Honoré de Balzac, Gustave Flaubert, Charles Dickens, Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Mark Twain, Henry James, Oscar Wilde, Walt Whitman.

     En la pintura, Francisco de Goya, John Constable, Édouard Manet, Claude Monet, Eugène Delacroix, Edgar Degas, Jean-Auguste Ingres, Pierre-Auguste Renoir, Paul Cézanne, Camille Pissarro, Edvard Munch, Vincent van Gogh.

     En la música, Ludwig van Beethoven, Joseph Haydn, Franz Schubert, Gioachino Rossini, Niccolò Paganini, Richard Wagner, Frédéric Chopin, Giuseppe Verdi, Robert Schumann, Héctor Berlioz, Georges Bizet, Franz Liszt, Johannes Brahms, Piotr Tchaikovsky, Claude Debussy.

     En filosofía, Friedrich Nietzsche, Georg Friedrich Hegel, Auguste Comte, Herbert Spencer, Karl Marx, Friedrich Engels.

     Los preludios del vendaval transformador ya se habían manifestado el siglo anterior. La Revolución Industrial, en Inglaterra, había transformado por completo los medios de producción. Gracias al uso de la tecnología del vapor, las fábricas inglesas pasaron a producir bienes y mercancías a una escala hasta entonces nunca vista. La Independencia de los Estados Unidos, en 1776, originó la primera democracia republicana de la historia moderna y sirvió de inspiración a la Revolución Francesa de 1789. Hasta entonces, con raras excepciones, los países habían sido gobernados por reyes y emperadores, que reclamaban derechos divinos para dirigir los destinos de los pueblos. En el nuevo régimen había otra fuente de poder, la propia sociedad organizada y consciente de su papel político en la conducción de las cosas públicas. «Todo poder emana del pueblo y en su nombre debe ser ejercido», era su lema. Los revolucionarios franceses habían proclamado la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, según la cual todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos.

     Las ideas del siglo XIX se hacían eco de esas transformaciones. Se reivindicaba la redistribución de riquezas y privilegios en la sociedad, incluyendo la propiedad de la tierra y los medios de producción. En el campo, los agricultores defendían la reforma agraria. En las ciudades, la burguesía – clase social que se había enriquecido con el comercio y en otras actividades, pero que no tenía títulos de nobleza – exigía que el pago de impuestos estuviese condicionado a la participación del Estado en los negocios. La tributación era la contrapartida al derecho de representación: sólo pagaría impuestos quien tuviese voz y voto. En las fábricas, los obreros exigían mejores salarios y condiciones de trabajo, la prerrogativa de organizarse en sindicatos y, eventualmente, entrar en huelga en defensa de sus intereses. «Proletarios del mundo, uníos», clamaba el alemán Karl Marx en el Manifiesto Comunista de 1848.

     Brasil, obviamente, sufría el impacto de todas estas transformaciones, aunque siempre llegasen al país con cierto retraso. Un ejemplo de esto fue la propia Independencia, en 1822, precipitada por las guerras napoleónicas en Europa. La invasión de Portugal por las tropas francesas forzó a la corte del príncipe regente don Juan a huir a Rio de Janeiro, en 1808, iniciando un proceso irreversible que llevaría a la ruptura de los vínculos entre colonia y metrópoli catorce años más tarde. En las décadas siguientes, ferrovías, servicios de iluminación pública, redes de cables telegráficos y telefónicos, periódicos diarios y servicios postales organizados, entre otras novedades, habían ampliado mucho la capacidad de movimiento de personas e informaciones. En vísperas de la Proclamación de la República, nuevos medios de producción, transporte y comercio habían cambiado el régimen de trabajo y las relaciones sociales. Jóvenes oficiales del Ejército, abolicionistas, profesores y abogados, periodistas, escritores e intelectuales que habían ayudado a derribar la Monarquía brasileña estaban profundamente influenciados por las ideas desarrolladas, discutidas y a veces sufridas a costa de mucha sangre y sacrificio en otros países en una serie de eventos decisivos en la historia de la humanidad.

     Curiosamente, muchas de esas convicciones eran compartidas por el mismo don Pedro II, cuyo régimen en breve caería victimizado por las transformaciones del siglo. El emperador seguía de cerca la discusión de las ideas y el ritmo de los inventos que modificaban la faz del planeta. El teléfono, encomendado por él personalmente a Graham Bell mientras viajaba por Estados Unidos, llegó a Rio de Janeiro cuatro años más tarde – antes incluso de ser adoptado por algunos países europeos supuestamente más desarrollados que Brasil. Fue también de los primeros en patrocinar la fotografía, definida por el escritor americano Edgar Allan Poe como «el más extraordinario triunfo de la ciencia moderna». Don Pedro fue llamado el «primer soberano fotógrafo» del mundo. Su vida y su reinado fueron documentados con detalle por la nueva tecnología desarrollada en 1839 por el francés Mandé Daguerre.

     En sus viajes al exterior, don Pedro II fue coleccionando una impresionante galería de celebridades internacionales del medio artístico, científico e intelectual, con las que se carteó hasta el final de su vida. La lista incluye a los portugueses Camilo Castelo Branco, Almeida Garrett y Alexandre Herculano, los franceses Victor Hugo, Lamartine y Pasteur, y al alemán Richard Wagner. Un ejemplo de la devoción y respeto que dedicaba a los intelectuales y a las ideas del siglo XIX fue su encuentro con Victor Hugo, en 1877, en París. A los 75 años, autor de algunas de las obras más importantes de la literatura universal, como la novela Los miserables, Victor Hugo era la mayor celebridad en la Francia de la época. Se había convertido también en un activista político radical, senador de la izquierda republicana, y detestaba los regímenes monárquicos. Él y don Pedro II estaban, por tanto, en lados opuestos del espectro político. Aparentemente, ninguno de los dos tenía nada que ganar con un encuentro que pudiese ser divulgado públicamente. Para los monárquicos, sonaría como una concesión innecesaria a los ideales republicanos, que a esas alturas ya tenían un número considerable de adeptos en Brasil. Para los republicanos, franceses y brasileños, también sonaría mal la reunión de uno de sus mayores exponentes mundiales con un viejo monarca, al que acusaban de gastar su ocioso tiempo en tertulias intelectuales en Europa.

     Don Pedro ignoró todas las ponderaciones y decidió, por cuenta propia, buscar a Victor Hugo, a quien admiraba profundamente. A través de la embajada brasileña, mandó preguntar si el escritor estaría de acuerdo en visitarlo en el hotel en que estaba hospedado en París. La respuesta vino seca y dura: «Victor Hugo no va a casa de nadie…». Después de dos tentativas y dos rechazos más, don Pedro decidió ir personalmente, y solo, al apartamento del escritor, situado en el cuarto piso de un edificio de la calle Clichy 21, en el centro de la capital francesa. Sin previo aviso, llamó a su puerta la mañana del 22 de mayo. La sorpresa desarmó al gran escritor, que no sólo aceptó recibir al ilustre visitante sino que se hizo amigo y admirador suyo para el resto de su vida. El primer encuentro duró varias horas. Dos días más tarde, fue la ocasión de Victor Hugo de visitarlo en el hotel. El día 29, nuevamente el emperador fue a casa de él. Victor Hugo murió ocho años más tarde, en 1885. El respeto entre ambos era tan grande que, al saber de la muerte de don Pedro, en 1891, la hija del escritor hizo una cuestación para prestarle honras fúnebres.

     Navíos a vapor, locomotoras, el telégrafo y el teléfono encogieron el mundo en el siglo XIX a una escala jamás imaginada. Hasta entonces los seres humanos se habían movido a pie, a caballo, en carruajes, en barcos a remo o a vela. Esencialmente, eran los mismos medios de transporte usados en los 10 mil años anteriores, desde el establecimiento de la agricultura y el surgimiento de las primeras ciudades en la región de Mesopotamia. Cien años más tarde, todo se transformó por completo. En 1900, las personas viajaban en tren, barcos de vapor, automóviles movidos por motor de combustión interna. Inaugurado ese mismo año, el metro subterráneo de París transportaría a 15 millones de personas en sus primeros doce meses de funcionamiento. Tres años después, una nueva y revolucionaria forma de transporte entraría en escena, el avión, desarrollado casi simultáneamente en Estados Unidos por los hermanos Orville y Wilbur Wright y en Francia por el brasileño Alberto Santos Dumont.

     En 1800, un viaje oceánico entre Inglaterra e India, bordeando el cabo de Buena Esperanza, en el sur de África, duraba siete meses. A finales de siglo, gracias a los navíos a vapor inventados en 1807 por el americano Robert Fulton y a la apertura del canal de Suez, en el mar Rojo, en 1869, ese tiempo se redujo a sólo dos semanas. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, en 1914, la extensión de vías férreas en los cuatro principales países envueltos en el conflicto – Gran Bretaña, Francia, Alemania y Rusia – era de aproximadamente 200 mil kilómetros, el equivalente a la mitad de la distancia entre la Tierra y la Luna. En esa misma época, el número de automóviles y camiones circulando por las carreteras del continente europeo era superior a 2 millones.

     En los medios de comunicación el impacto de las nuevas tecnologías fue aún mayor que en los transportes. A comienzos del siglo XIX, cartas y noticias viajaban a la misma velocidad que las personas, a pie o transportadas a lomos de caballo, carros y navíos. Una correspondencia despachada en Lisboa tardaba dos meses en llegar a Rio de Janeiro. Las imprentas mecánicas a vapor, el telégrafo y el teléfono lo cambiaron todo. La información, que antes viajaba por tierra o por mar, ahora era transmitida de manera instantánea en forma de señales eléctricas por cables metálicos. En 1880, apenas 43 años después de la invención del telégrafo por los ingleses William Fothergill Cooke y Charles Wheatstone, el planeta ya estaba cubierto por una red de cables submarinos de 156 mil kilómetros, conectando lugares tan distantes como Inglaterra, Canadá, India, Brasil, África y Australia. A comienzos de siglo, el papel representaba un tercio del coste total de un libro o ejemplar de periódico. Cien años más tarde, gracias a procesos industriales más eficientes, esa proporción había caído a sólo un décimo del valor inicial. El menor gasto en la materia prima contribuyó al aumento de la circulación de periódicos y libros. El número de lectores se amplió.

     En Inglaterra, una de cada veinte personas leía periódicos dominicales en 1850. Medio siglo más tarde, en 1900, el número era de una de cada tres. En 1814, el periódico Times, de Londres, comenzó a ser publicado por imprentas movidas a vapor. En 1850, Julius Reuter creó la primera agencia de noticias del mundo, capaz de proveer a periódicos de diferentes países con informaciones actualizadas diariamente. En 1870, los mismos periodistas ya eran capaces de transmitir sus reportajes por telégrafo, originando una nueva categoría de profesionales, los llamados reporteros corresponsales o enviados especiales, que trabajaban lejos de las redacciones, muchas veces acompañando el desarrollo de una guerra directamente en los frentes de batalla. En los años siguientes incorporarían también el teléfono y la fotografía a su rutina de trabajo. El impacto político del uso de la información y del conocimiento fue inmediato. Nuevos lectores, mejor informados, comenzaron a presionar a los gobiernos para tomar decisiones con la misma agilidad. «La opinión se fabrica con tinta y papel», constató el escritor francés Honoré de Balzac.

     El siglo XIX vio nacer o florecer una larga lista de ideologías caracterizadas por el sufijo «ismo», como liberalismo y capitalismo, socialismo y comunismo, nacionalismo e imperialismo. Cada una de ellas proponía un nuevo modelo de sociedad y caminos diferentes para alcanzarlo. Liberales y capitalistas defendían la libertad de mercado y de iniciativa, una interferencia mínima del Estado en la economía y en la vida de las personas, la acumulación de capital como forma de generar nuevas empresas, más empleos, mayor producción de bienes y servicios. Los socialistas defendían lo opuesto: mayor implicación del Estado en la organización de todas las actividades, en la redistribución de oportunidades entre los más y los menos favorecidos, estructuras de protección para los más pobres. Los comunistas eran más radicales. Afirmaban que la Historia se caracterizaba por una irreconciliable lucha de clases entre nobles y plebeyos, ricos y pobres, capitalistas y trabajadores. Correspondería a los trabajadores industriales, los llamados proletarios, liderar la revolución contra el monopolio del capital y de los medios de producción y asumir el control del Estado, que, en el futuro, distribuiría las oportunidades equitativamente de acuerdo con las potencialidades de cada individuo.

     El nacionalismo y el patriotismo exaltaban el sentimiento nacional y, muchas veces, la superioridad de una nación sobre otra. Otro «ismo», el imperialismo, sirvió de disculpa para que los países europeos se repartiesen entre sí vastas porciones del planeta, en especial en África, en forma de colonias o mercados dependientes de su poder económico y militar. Las herramientas de los nuevos imperios coloniales eran las ametralladoras, los fusiles, los trenes de carga y los barcos acorazados. Los avances en sanidad y en medicina también dieron su contribución decisiva en la ocupación de nuevos territorios. Con el descubrimiento de la quinina, sustancia usada para prevenir y tratar la malaria, las potencias europeas consiguieron adentrase por vez primera por los ríos africanos y trocear el continente entre sí. El imperio británico extendió sus dominios por todo el planeta, al punto de enorgullecerse de que, bajo su bandera, jamás se ponía el sol. Hasta vísperas de la Primera Guerra Mundial, cerca de 444 millones de seres humanos, un cuarto de la población del planeta, eran súbditos directos o indirectos de la reina Victoria.

     Las grandes ideologías del siglo XIX tenían en común la noción de que era posible reformar las sociedades y el Estado para acelerar el progreso humano rumbo a una era de mayor prosperidad y felicidad general. Se creía que la ciencia y la tecnología serían capaces de conducir a los seres humanos a un nuevo estrato de desarrollo, confort y autorrealización. Se decía que una era de oscurantismo, ignorancia y superstición quedaba atrás, sepultada por el uso de la razón como instrumento infalible para explicar no sólo los fenómenos de la naturaleza, sino también el funcionamiento de la sociedad. «Dios está muerto», concluía el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en su clásico libro Así habló Zaratustra. El francés Auguste Comte sostenía que la observación de los fenómenos sociales, en especial mediante la lente de la Historia, y la cuidadosa planificación de las acciones llevarían necesariamente a un futuro mejor. El siglo XX – marcado por las dos grandes guerras mundiales, el uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki y una increíble sucesión de genocidios – acabaría por desmentir buena parte de esas creencias. A finales del siglo XIX, no obstante, parecían seguir un curso predeterminado e irrevocable. Nuevos descubrimientos en el área de las ciencias naturales parecían confirmarlas.

     En 1859, Charles Darwin publicó un libro revolucionario de largo título: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la disputa por la vida. En el estudio, basado en viajes por diversos continentes e investigaciones de laboratorio, Darwin argumentaba que todas las formas de vida existentes en el planeta habían evolucionado de formas anteriores, por medio de un proceso de selección natural, incluyendo a los propios seres humanos, que, según el naturalista inglés, habrían evolucionado a partir de un ancestro común con los monos. El libro produjo una oleada de turbación porque ponía en jaque un dogma religioso importante. Según la Biblia, Dios había creado el Universo, la Tierra y a todos los seres vivos en seis días, incluyendo al hombre y la mujer. Siendo producto de la sabiduría divina, estas formas de vida tenían que ser necesariamente perfectas e inmutables. Darwin, él mismo un protestante enredado en crisis de conciencia por sus descubrimientos, sostenía lo contrario: todos los seres vivos estaban en permanente mutación, sujetos a un proceso errático de selección natural que dependía más de un transcurso de tentativas, errores y aciertos que de un designio previamente determinado. No siempre el mejor ni el más fuerte sobrevivirían. Dependiendo del ambiente y de las circunstancias, una forma de vida supuestamente inferior podía triunfar sobre otra, más fuerte y aparentemente más evolucionada.

     El impacto de la teoría de Darwin no quedó restringido al campo de la biología. En la filosofía, en la política y en la economía pensadores como Herbert Spencer y Karl Marx creían que las premisas de la evolución según la selección natural eran aplicables también a las ciencias sociales y económicas. ¿Era posible que las sociedades evolucionasen de la misma forma que los seres vivos, mediante un mecanismo interno de selección natural? Esto parecía tener todo el sentido en una época en que, gracias a las revoluciones industriales, científicas y tecnológicas, las sociedades estaban en un rápido proceso de transformación. Durante el siglo XIX, la población del continente europeo pasó de 205 millones en 1800 a 414 millones, sin contar otros 38 millones que emigraron a otras partes del mundo, entre ellas Brasil y Estados Unidos. Ciudades como Londres, París, San Petersburgo y Berlín doblaron y hasta triplicaron su tamaño en apenas cincuenta años.

     Mayor concentración urbana significaba mayor transformación política. Personas que hasta entonces vivían aisladas en el campo, a kilómetros de distancia unas de otras, ahora frecuentaban los mismos ambientes, participaban en fiestas públicas, se encontraban en misas y cultos dominicales. Los obreros empleados en las cadenas de producción industrial ahora se podía reunir al final de la jornada para discutir y reaccionar a lo que juzgaban una injusticia de los jefes y patrones, y decidir hasta paralizar la fábrica para forzarlos a dar marcha atrás. El resultado fue la eclosión del movimiento obrero y de los sindicatos, con un poder político hasta entonces nunca visto. La urbanización acelerada también originó lo que algunos observadores llamaron «masas anónimas y peligrosas», materia prima para rebeliones repentinas y anárquicas que parecían escapar a cualquier tipo de control de las instituciones. Fue el caso de la Comuna de París, la mayor revolución popular del siglo, entre los días 18 de marzo y 28 de mayo de 1871, en la que, en número estimado, 20 mil personas fueron ejecutadas de forma sumaria en los suburbios de la capital francesa.

     En 1866, al contemplar el panorama devastador de las transformaciones ocurridas en la historia de la humanidad a lo largo de las décadas anteriores, el escritor ruso Fiódor Dostoievski resumió sus conclusiones en la historia del criminal Rodion Raskólnikov, protagonista de su novela más famosa, Crimen y castigo. Al inicio del libro, Raskólnikov, un exestudiante pobre de la ciudad de San Petersburgo, mata de forma chapucera a una vieja usurera, propietaria de una casa de empeños, por dos razones. La primera es robar su dinero y usarlo para realizar buenas obras, como contrapartida del crimen pavoroso que ha cometido. La segunda, comprobar la hipótesis de que algunas personas son ciertamente capaces de practicar ese tipo de atrocidad sin sufrir graves dilemas de conciencia. Se trata, por tanto, de un personaje símbolo de un siglo en que, gracias al supuesto avance de las ciencias y de las ideas políticas, los seres humanos se juzgaban con pleno control sobre sus actos, incluso para matar.

     En la parte final de la novela, ya preso y condenado por la justicia, Raskólnikov tiene un sueño, en el que se ve como parte de un mundo que sufre «un castigo terrible y sin precedentes»:

«Aldeas, ciudades, pueblos enteros eran atacados por aquella dolencia y perdían la razón. (…) Nadie se ponía de acuerdo sobre el bien y sobre el mal, ni sabía a quién se había de condenar y a quién se había de absolver. Se mataban unos a otros, movidos por una cólera absurda. (…) Abandonaban los oficios más comunes, porque cada uno proponía su idea, sus reformas y nunca había acuerdo. La agricultura también fue abandonada. Aquí y allá los hombres se reunían en grupos, trazaban una acción en común, juraban no separarse – pero un instante después comenzaban a hacer otra cosa enteramente diferente de aquella que acababan de acordar, se ponían a acusarse unos a otros, a pegarse, a apuñalarse. Hubo incendios y hambre. Los hombres y las cosas perecían. El castigo se extendía cada vez más. En el mundo entero sólo podían salvarse algunos hombres, predestinados a rehacer el género humano, a renovar la tierra, pero nadie veía a esos hombres por ninguna parte, nadie oía sus palabras».

     Difícilmente podría haber mejor descripción del turbulento siglo XIX. Fue en ese clima de transformación y ruptura donde se dio la Proclamación de la República en Brasil.

Laurentino Gomes

V. Don Pedro II

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PEDRO DE ALCÂNTARA JOÃO CARLOS Leopoldo Salvador Bibiano Francisco Xavier de Paula Leocádio Miguel Gabriel Rafael Gonzaga de Habsburgo y Braganza, más conocido como don Pedro II, gobernó Brasil durante 49 años, tres meses y 22 días. En el siglo XIX, sólo la reina Victoria, de Inglaterra, permaneció más tiempo en el trono que él, un total de 63 años, siete meses y dos días. Cuando asumió el trono, el día 23 de julio de 1840, era un adolescente todavía imberbe. No llegaba a quince años. Al ser depuesto por la República, en 1889, a dos semanas de cumplir 64 años, era un señor de barba blanca, semblante cansado y mucho más envejecido de lo que denotaría su edad real, como se verá con detalle en otro capítulo de este libro. Padecía diabetes, dependía de cuidados médicos permanentes y, en algunas ocasiones, ni siquiera tenía fuerzas para levantarse y vestirse solo.

     Al final de casi medio siglo en la conducción de los destinos brasileños, dejaba un legado impresionante. La unidad del país estaba, finalmente, consolidada. La esclavitud había sido abolida el año anterior. El Imperio se había enfrentado a rebeliones regionales y guerras externas manteniendo siempre el mismo sistema representativo, con la realización ininterrumpida de elecciones. La Constitución y los reglamentos básicos también habían permanecido los mismos, sin rupturas. Sería ése, hasta hoy, el conjunto de leyes más duradero de toda la historia brasileña. Había un sistema judicial en funcionamiento, en que las personas tenían derecho de defensa y nadie era condenado sin juicio previo. La prensa gozaba de libertad de expresión. Como se vio en el capítulo anterior, muchas de estas atribuciones eran más aparentes que reales, no obstante, gracias a ellas, Brasil se mantuvo como una nación relativamente estable, al contrario que sus vecinos, dominados por caudillos y permanentemente envueltos en golpes de estado y guerras civiles.

     Don Pedro II era un hombre tímido, alejado de fiestas, bailes, ceremonias públicas y eventos sociales. A primera vista, causaba una buena impresión con su cabello rubio, los ojos muy azules, su estatura imponente y la barba cerrada, que le daban un aire pragmático y circunspecto. Bastaba que abriese la boca para que esa buena imagen inicial rápidamente se desvaneciese: su voz era aflautada, fina y aguda, como de falsete, más propia de un adolescente en el inicio de la pubertad que de un adulto. Los días de ceremonia, aparecía con medias de seda, dejando a la vista unas piernas muy finas, que desentonaban de su físico aventajado. Se vestía de negro y siempre se dejaba fotografiar con un libro en las manos, como indicando que, en un país carente de cultura y educación, el soberano era un ejemplo a ser seguido. Él mismo, sin embargo, se encargaba de infravalorar sus dotes culturales diciéndose producto más del esfuerzo que del talento intelectual. «Cada vez reconozco más que sé mucho menos que mucha gente y que no es por la inteligencia por lo que me distingo, aunque con mucha perseverancia todo lo puedo aprender», afirmó en 1879 en una carta a su amiga la condesa de Barral.

     Hasta fallecer en el exilio la madrugada del 5 de diciembre de 1891 en un modesto apartamento de un hotel en París, Pedro de Alcântara, como le gustaba ser llamado, llevó en un solo cuerpo dos personajes distintos. El primero fue el ser humano de carne y hueso, cuya existencia estuvo siempre marcada por la tragedia familiar, por la orfandad de padre y madre y por la carencia afectiva desde la más tierna edad. El segundo fue el mito, soporte de un imperio del Nuevo Mundo y de un Brasil que, en determinados momentos, necesitó desesperadamente de un símbolo que lo condujese hacia el futuro en medio de amenazas de ruptura de toda clase. Don Pedro incorporó estos dos personajes y con ellos convivió con cierta dificultad, según revelan sus cartas, diarios y apuntes en los márgenes de los muchos libros que leyó y anotó. También fue ésa la impresión que dejó en los diplomáticos y otras personalidades que lo visitaron en Rio de Janeiro. «El emperador no habla nunca», se extrañó el francés conde Suzannet. «Te observa con mirada fija y sin expresión. Te cumplimenta o responde sólo con un meneo de la cabeza o un movimiento de la mano. Nos deja una impresión desagradable este príncipe (…) que parece tan triste y tan infeliz».

     Pedro, el hombre de carne y hueso, nació con 47 centímetros la madrugada del 2 de diciembre de 1825. Era el séptimo hijo del emperador Pedro I y de la emperatriz Leopoldina y el tercer príncipe varón de la dinastía portuguesa de los Braganza que nacía en Brasil. Los dos primeros, Miguel y Juan Carlos, murieron apenas recién nacidos, pareciendo confirmar una antigua maldición que, según se decía, acompañaba a la familia Braganza. Según esa leyenda, todos los primogénitos varones de la casa real morirían antes de asumir la corona – lo que de hecho ocurrió hasta la Proclamación de la República en Brasil, en 1889, y en Portugal, en 1910. Además de Miguel y Juan Carlos, Pedro y Leopoldina tuvieron hijas. Maria da Glória, la mayor, sería reina de Portugal, con el nombre de Maria II. Después venían Januária Maria, Paula Mariana y Francisca Carolina. Finalmente, cuando el matrimonio de los padres ya estaba roto por el escándalo del romance del emperador con Domitila de Castro Canto e Melo, la marquesa de Santos, nació el pequeño Pedro de Alcântara. Su madre, Leopoldina, moriría al año siguiente, maltratada por su marido e inmersa en una crisis de depresión y abandono que escandalizó a Europa.

     Pedro II, el mito, comenzó a entrar en escena el día 7 de abril de 1831, fecha de la abdicación de su padre al trono brasileño. Aquella madrugada, don Pedro I se refugió a bordo de un barco inglés y zarpó hacia Europa, en compañía de su segunda mujer, la emperatriz Amélia, mientras las calles de Rio de Janeiro eran tomadas por la multitud que exigía su caída. Su imagen de héroe de la Independencia, conquistada nueve años antes en las orillas del riachuelo Ipiranga, en São Paulo, había sido corroída por los escándalos de su vida personal, por su carácter autoritario y por el imposible equilibrio entre los intereses brasileños y portugueses que decía defender. Al partir, dejaba atrás, en el Palacio de São Cristóvão, al pequeño Pedro II, de cinco años, acompañado de tres de las cuatro hermanas mayores. Los niños estaban durmiendo cuando la pareja imperial se esfumó en la oscuridad hasta la vecina playa de Caju para embarcar en el navío inglés. Padre e hijo nunca más se reencontraron. En su lugar, intercambiarían cartas repletas de sufrimiento y emoción hasta la muerte de don Pedro en Portugal, tres años más tarde. «Tengo tanta nostalgia de Su Majestad Imperial y tanta pena de no besarle la mano», decía una de esas cartitas, en que la letra menuda del emperador niño aparece trémula e insegura. En otra, atormentado por la añoranza, le pedía a su padre que le mandase un mechón de su cabello como recordatorio.

     Brasil vivía una fase turbulenta, envuelto en las revoluciones regionales del periodo de la Regencia. Todo hacía prever el desastre. La posibilidad de que el país se mantuviera unido era mínima. A falta de cualquier otro eslabón capaz de asegurar la integridad nacional, le cupo a aquel chico triste y delgaducho ser el depositario de todas las esperanzas de los brasileños en aquel momento. «Este niño es el único entre los brasileños que une el presente al pasado», observó el botánico francés Auguste de Saint-Hilaire, que en aquella época recorría Brasil.

     Llamado el «huérfano de la nación», fue, desde la infancia, un hombre prisionero de su propio destino, objeto de intrigas que hacían de él un instrumento en el juego del poder de la corte de Rio de Janeiro. Tuvo que conformarse. Al embarcar hacia Europa, don Pedro I nombró como tutor de su hijo al santeño José Bonifácio de Andrada e Silva, un hombre sabio, determinado y experimentado, cuya actuación en 1822 le valió el título de Patriarca de la Independencia. La estatura política de Bonifácio, sin embargo, era insoportable para una parte de la élite brasileña, que lo miraba con desconfianza y lo quería lejos del trono. Apartado de la tutoría en 1833, el Patriarca fue encarcelado por «conspiración y perturbación del orden público». Le acusaron de liderar un complot para traer a don Pedro I de vuelta a Brasil. Juzgado en rebeldía y absuelto después de dos años, Bonifácio se retiró al exilio voluntario en la isla de Paquetá, en la bahía de Guanabara, hasta morir, en 1838, desengañado con el rumbo del país que ayudó a crear.

     Segundo tutor de don Pedro II, el fluminense Manuel Inácio de Andrade Souto Maior Pinto Coelho, marqués de Itanhaém, al asumir el cargo preparó una detallada normativa, que todos los encargados de la educación y de la rutina del joven emperador debían seguir al pie de la letra. Esta rigurosa rutina de estudios y ejercicios diarios iba desde las siete de la mañana, hora de despertar seguida de aseo y oración, hasta las diez de la noche, hora de apagar la luz e irse a dormir:

Ocho horas: comida, evitando que el niño coma demasiado. Refacción hecha en presencia del médico;

Desde las nueve horas hasta las once y media: clases, estudio, descanso. Pequeños juegos dentro del Pazo. Aseo para el almuerzo;

A la una de la tarde, almuerzo, en presencia del médico, del chambelán y de la camarera mayor, quienes tienen como deber entretener la conversación, evitando al mismo tiempo que derive hacia asuntos desagradables, y procurando que se encamine, preferentemente, al tiempo o a asuntos científicos. Ningún criado, ni particular, tiene autorización para dirigirse al príncipe. Sólo pueden responder a sus preguntas. Después del almuerzo, todos deben empeñarse en que el niño no haga esfuerzos exagerados, no salte, no corra, no se duerma, no se altere.  

Paseos por el jardín cuando el tiempo lo permita. Estos paseos deberán comenzar a las cuatro y media de la tarde y terminar a las cinco. Ya sea a pie , ya a caballo, los ejercicios deben ser moderados. Si después de estos ejercicios el príncipe estuviere sudado, nuevo aseo, cambio de ropa y, después, lectura de pequeños cuentos.

A las ocho de la noche: oraciones.

A las nueve: cena.

Después de la cena: lectura hasta las diez de la noche.

A las diez, apagar la luz y dormir.

     Todo estaba regulado y controlado. Los médicos cuidaban de la temperatura del baño. Las camareras, de la ropa, que siempre debía combinar con la estación del año y la temperatura ambiente. El emperador niño sólo podía visitar a sus hermanas después del almuerzo, cuando el cuarto de ellas ya estuviese arreglado y no hubiese ninguna pieza íntima de vestuario femenino a la vista, según instrucciones expresas de fray Pedro de Santa Mariana e Sousa, que tenía a su cargo los aposentos de don Pedro. Venido del Seminario Mariano de Olinda, el fraile era un hombre estrictamente riguroso. A sus 51 años, en 1833, cuidaba de la orientación espiritual del príncipe y era también su profesor de latín y matemáticas.

      Los diputados supervisaban la educación del emperador en los informes periódicos que sus maestros enviaban a la Cámara. El de 1837 anunciaba que hablaba y escribía francés y leía y traducía inglés. El de 1838 decía que era un estudiante dedicado y disciplinado. El del año siguiente informaba que el alumno dominaba bien el latín y que había dejado todos los juegos para sólo leer y estudiar. Con siete años, ya era capaz de conversar en inglés con el diplomático británico Henry S. Foxe, que lo visitó en el Palacio de São Cristóvão. Hizo de los idiomas extranjeros una de sus pasiones. Al llegar a la edad adulta, podía comunicarse en seis idiomas, además del propio portugués, según declaraciones de la princesa Teresa de Baviera, que lo visitó en Rio de Janeiro: francés, inglés, alemán, italiano, español y provenzal. También estudió griego, latín, hebreo, ruso, árabe, sánscrito y tupi-guaraní. En el mismo navío que lo llevó al exilio, en 1889, mientras el mundo parecía desmoronarse a su alrededor, dedicó parte del tiempo a traducir del alemán al portugués El canto de la campana, poema de 426 versos de Friedrich Schiller.

     Tenía la salud precaria. Como su padre, sufría de epilepsia, síndrome que hace al paciente perder el conocimiento y debatirse en convulsiones. Hay registros de varios ataques entre 1827 y 1840. En 1833, tuvo una crisis nerviosa, de origen desconocido, aunque aparentemente causada por la carencia afectiva. En octubre de 1834, semanas después de recibir la noticia de la muerte de don Pedro I en Portugal, tuvo «un ataque de fiebre cerebral» seguido de «frecuentes dolores de estómago», según relatos de la época. La recuperación fue lenta y difícil. Algunos llegaron a dudar que sobreviviese. «El niño continua con la salud débil, de índole nerviosa», registró en 1835 su tutor, el marqués de Itanhaém.

     En ausencia de madre y de madrastra, se apegó a Mariana Carlota de Verna Magalhães Coutinho, futura condesa de Belmonte, dama de la corte encargada de su crianza y a quien llamaba Dadama. Era una viuda portuguesa, muy religiosa, que llegó a Brasil con la corte de don Juan en 1808. «Pedro II pasó una infancia tristísima, en la que experimentó carencia emocional y manipulación psicológica», escribió el historiador británico Roderick J. Barman. «Se refugió en el mundo de los estudios, particularmente en los libros, que le daban placer y una sensación de seguridad».

     El papel de institución que le estaba destinado desde la infancia hizo que todo le llegara de forma anticipada, como si necesitase envejecer deprisa para dar un aire de seriedad al también joven país entregado a su mando. Así era en el ritual de la corte, en que era tratado como un adulto aunque su apariencia fuese la de un crío. Al conocer el niño a los doce años, en enero de 1838, al príncipe de Joinville, su futuro cuñado por el matrimonio con la princesa Francisca, anotó en su diario: «Sus modos son los de un hombre de cuarenta años». Así fue también en su coronación, aún en el inicio de la adolescencia, anticipando de forma precipitada una mayoría de edad que, según la Constitución del Imperio, sólo debía llegar a los dieciocho años. En 1840, en vísperas de asumir el trono en el llamado Golpe de la Mayoría de Edad, era un muchacho «alto, de cabello rubio-bronceado, delgado, con ojos azules», según la descripción de Lídia Besouchet. Al alcanzar la edad adulta, tenía 1,90 metros de altura y la cabeza grande. Sólo la voz fina y aguda desentonaba del conjunto y evocaba una infancia perdida por la precoz orfandad.

     La ceremonia de consagración y coronación, realizada el 18 de julio de 1841, que duró nueve días, fue clausurada con un baile de gala para 1.200 invitados en el Pazo de la Ciudad. El traje del emperador, símbolo de la tropicalización de la dinastía Braganza en Brasil, se componía de un manto verde decorado con ramas de cacao y tabaco cubierto por un amito hecho con plumas de gallito de las rocas. La pieza había sido confeccionada por los indios tiriós para la coronación de su padre, don Pedro I, en 1822. En el año 1860, fue sustituida por otra, hecha de plumas de papada de tucán. El cetro, de oro macizo, medía 1,76 metros, mucho mayor que la estatura del joven emperador. En la cabeza, la corona, con una altura de dieciséis pulgadas, era igualmente pesada y hecha especialmente para la ocasión. «¡Cómo me cuesta el cortejo, cómo cansa!», reclamó el emperador niño en una anotación en su diario.

     A la prisa de la coronación siguió la del matrimonio, por poderes, en mayo de 1843, siete meses antes de cumplir los dieciocho años. La novia, Teresa Cristina Maria, era tres años y nueve meses mayor que él. Hermana del rey de Nápoles y princesa de las Dos Sicilias, descendía de los Habsburgo y de los Borbón, dos de las casas imperiales más importantes de Europa. Su llegada a Brasil representó una de las muchas decepciones que el emperador acumuló en su vida. A comienzos de aquel año, los diplomáticos brasileños encargados de negociar el matrimonio en Europa le habían enviado tres imágenes de la princesa. En la primera, la que más le llamó la atención, Teresa Cristina aparecía como una joven de rasgos delicados, mirada insinuante, los hombros y el busto generoso orlados por un collar de perlas. Al fondo, la silueta del volcán Vesubio, símbolo de Nápoles. A don Pedro le gustó de inmediato. Al conocerla personalmente en septiembre de 1843, sin embargo, se llevó un susto. Al contrario de lo que indicaban las imágenes, Teresa Cristina era fea, baja, rechoncha y cojeaba de una pierna. Tenía los brazos cortos y las manos regordetas. Su rostro redondo enmarcaba una mirada inexpresiva, en la que destacaba la nariz larga y puntiaguda. Su cabello negro y liso se dividía por la mitad y quedaba prendido en un moño a la moda usada en la época por las matronas italianas.

     La primera reacción del emperador, al verla en el combés del navío que la trajo de Italia a Rio de Janeiro, fue rechazarla. Era tarde. En aquella época, los matrimonios entre príncipes incluían negocios de Estado y no competía a los novios el elegir. Disconforme, el emperador lloró en los brazos de la condesa de Belmonte. «Me engañaron, Dadama», reclamó. «Él pasó varias semanas negándose a tener relaciones sexuales con su esposa y tratándola con glacial indiferencia», cuenta el historiador Roderick Barman. Teresa Cristina, por contra, se enamoró de inmediato de su marido. «No hago sino pensar en ti, mi querido Pedro», le escribió en julio de 1844, durante una breve separación.

     Superadas las dificultades iniciales, don Pedro mantuvo con la emperatriz una relación educada, tibia y protocolaria, como todo lo que envolvía a su personaje mito-institución. La vida de la pareja estuvo marcada por la tragedia desde el inicio. De los cuatro hijos, dos murieron antes de llegar a los dos años – Alfonso, nacido en febrero de 1845; y Pedro Alfonso, que vio la luz en julio de 1848. Se confirmaba de esta forma, una vez más, la temible maldición de los Braganza. Sólo le quedó a don Pedro una descendencia de mujeres. Isabel, heredera del trono y futura regente del Imperio, nació en 1846. Leopoldina Teresa, en 1847, pero ésta sólo viviría hasta los 23 años. La muerte de su segundo hijo causó una profunda conmoción en el emperador, que a él dedicó un soneto repleto de tristeza:

Tuve el más funesto de los destinos

Me vi sin padre, sin madre en la linda infancia,

Y se me mueren los hijos pequeñitos.

     Fuera del matrimonio, don Pedro II tuvo una vida amorosa más movida de lo que hace suponer la historia oficial, pero, al contrario que su padre, consiguió mantenerse siempre discreto, relativamente protegido de la curiosidad pública. Mientras que don Pedro I se enredó en relaciones escandalosas, como el romance con la marquesa de Santos, su hijo consiguió preservar la imagen de marido fiel y serio. Era sólo apariencia, no obstante. La historiadora Lídia Besouchet catalogó una lista de catorce enamoradas conocidas de don Pedro II. El número no es tan grande como el de las amantes de don Pedro I, pero incluye actrices, varias damas de la corte y hasta la mujer del embajador uruguayo, André Lamas. «Viviría enteramente tranquilo en mi conciencia si mi corazón ya fuese un poco más viejo que yo; aún así respeto y estimo sinceramente a mi mujer», anotó el emperador en su diario entre los años 1861 a 1862, revelando cierta culpa por sus relaciones extraconyugales.

     Muchas de esas pasiones fueron platónicas, más idealizadas que concretadas. Otras dejaron marcas innegables de intimidad que fueron mucho más allá del flirteo casual en los salones de la corte. «Qué locuras cometemos en la cama de dos almohadas», escribió el emperador el 7 de mayo de 1880 a Ana Maria Cavalcanti de Albuquerque, condesa de Villeneuve, mujer de Júlio Constâncio de Villeneuve, conde del mismo nombre y dueño del Jornal do Commercio. «Ya no consigo contener la pena, ardo en deseos de cubrirte de caricias». Ella respondía a sus cartas en el mismo tono. «Cada una de tus expresiones tan apasionadas me hacen estremecer de amor», registró en una de ellas, avisando que incluía en el sobre una foto con el vestido escotado, como él le había pedido. «Yo te amo y soy tuya con toda mi alma». Nacida en 1843, Ana Maria era nueve años más joven que don Pedro. Con ella el emperador mantuvo encuentros secretos en Bruselas, París y Rio de Janeiro.

     La lista de supuestas amantes incluía a Anne de Baligand, a quien don Pedro envió regalos y cartas apasionadas durante un viaje a Rusia, en 1876; Vera de Haritoff, célebre por su belleza y por los celos que provocaba entre los hombres; Eponine Octaviano, primera mujer de Francisco Octaviano, periodista y político del Partido Liberal, compañero de infancia del emperador. Los archivos guardan cinco cartas de Eponine al monarca, con letra menuda y redondita, comenzando siempre por «Mi Amorcito» o «Mi Queridito». En una de ellas, reza por la recuperación del emperador porque lo quiere ver «bien fuerte para mi placer». Al final escribe: «Adiós, querido mío, amor de otras, aún así yo te quiero muchísimo. Acepta mil besos amorosos y el abrazo de la siempre tuya». Según el historiador José Murilo de Carvalho, sus cartas revelan siempre un toque oportunista. En una de ellas hace peticiones de empleo, para su hijo y para su cuñado. En las anotaciones del diario personal de don Pedro en Cannes, ya en vísperas de su muerte, en 1891, aparece con insistencia el nombre misterioso de Antônia. Según la historiadora Lídia Besouchet, era una prima segunda de don Pedro, nieta de don Miguel, hermano de don Pedro I, con quien habría tenido una relación secreta.

     Ninguna de estas pasiones se puede comparar a la que unió a don Pedro II con la baiana Luísa Margarida Portugal de Barros, condesa de Barral. Nueve años mayor que el emperador, Luísa era una mujer madura, de estatura mediana, piel morena, nariz bien dibujada y grandes ojos negros. Su cabello liso y entrecano le daba un aire de experiencia y sofisticación. Se vestía con estilo y demostraba autoconfianza en los círculos sociales. Además de portugués, hablaba francés e inglés con fluidez y elegancia. Era brasileña de nacimiento, pero había pasado la mayor parte de su vida en los salones europeos. Su padre, Domingos Borges de Barros, vizconde de Pedra Branca, dueño de haciendas en el Recôncavo Baiano, fue diputado en las cortes portuguesas de Lisboa y primer embajador brasileño en París tras la Independencia. En 1837, Luísa se casó con un noble francés, Jean Joseph Horace Eugène de Barral, el conde de Barral. Fue dama de honor de doña Francisca, hermana de don Pedro II y casada con el príncipe de Joinville. En 1856, el emperador la contrató para supervisar la educación de sus dos hijas, Isabel y Leopoldina. Comenzó allí una historia de amor que duraría hasta el final de la Monarquía brasileña y el exilio del emperador en Europa. «Fueron almas gemelas y unidas hasta el final, cuyos corazones no envejecieron», observó la historiadora Mary Del Priore, autora de una biografía de la condesa.

     La condesa de Barral permaneció nueve años en la corte de Rio de Janeiro y ejerció sobre don Pedro una fascinación como ninguna otra mujer. Fue su mayor y más íntima confidente hasta el final de su vida. Quien más sufrió con esto fue la emperatriz Teresa Cristina, que la detestaba, pero, conforme con su destino de mujer fea e insulsa, disimuló sus sentimientos, haciendo la vista gorda a la obvia pasión de su marido por su rival baiana. El emperador y la condesa intercambiaron centenares de cartas a lo largo de más de dos décadas. Ella le recomendaba que las destruyese, en un vano intento de impedir que sus secretos fuesen revelados. Su deseo fue atendido sólo en parte. Hoy se conocen cerca de trescientas cartas de don Pedro a la condesa y otra noventa de ella para él. Es una correspondencia que revela, como ningún documento o fuente histórica, la dimensión humana del emperador. «¡Adiós, querida amiga! Nada me interesa del todo lejos de ti», escribió él durante un viaje a Egipto, en 1881. «Veo siempre con inmensa tristeza las habitaciones del anexo del Hotel Leuenroth», añadió el 23 de febrero de 1876, indicando el lugar de Petrópolis donde, supuestamente, habrían mantenido encuentros íntimos. «Nunca pensé que tendría tanta añoranza de ti», afirmó el 1 de agosto de 1879. Don Pedro y la condesa murieron el mismo año, 1891, ella en enero, él en diciembre, sin dejar nunca de escribirse y encontrarse cuando sus viajes lo permitían.

     En los primeros treinta años de su reinado, don Pedro II viajó bastante por el territorio brasileño, pero nunca se animó a salir al exterior. En 1845, cuatro años después de la coronación, estuvo en Rio Grande do Sul, en Santa Catarina y en São Paulo (incluyendo una travesía por el territorio del Paraná, que en esa época aún no había conquistado su autonomía). Fue un viaje de gran significado político. El principal objetivo era la provincia de Rio Grande do Sul, que acababa de reintegrarse al Imperio al término de los diez años de la Revolución Farroupilha. Don Pedro recibió los respetos de Bento Gonçalves, jefe de la revolución. Dos años después recorrió el interior del estado de Rio de Janeiro, donde reinaban los barones del café, principales sustentáculos de la Monarquía. Entre 1859 y 1860 visitó la región Nordeste, siendo recibido con fiestas en Paraíba, Pernambuco, Sergipe, Bahia y Alagoas y, antes de volver a Rio de Janeiro, pasó por Espírito Santo. Más tarde, en 1881, iría también a Minas Gerais.

     El primer viaje al exterior fue en 1871, con una hoja de ruta que incluía Europa y Oriente Medio. Al llegar a Lisboa, primera escala del viaje, hubo de permanecer en cuarentena durante diez días debido a una epidemia de fiebre amarilla. El escritor Eça de Queiroz, que lo vio por vez primera en esa ocasión, lo llamó «Pedro de la Maleta», a causa de una pequeña valija de cuero oscuro que siempre llevaba consigo en los viajes, y quedó encantado al observar la naturalidad con la que se relacionaba con el pueblo en las calles:

En la plaza de Figueira se mezcló con el pueblo y con las vendedoras, a una de ellas compró tres enormes manzanas que él mismo llevó al coche y pagó generosamente con media libra.

     En los documentos oficiales, firmaba como «Emperador», pero en los viajes al exterior y después del exilio, quería ser llamado, sencillamente, Pedro de Alcântara. «No me trate de Su Majestad», imploró al periodista James J. O’Kelly, del New York Herald, que lo acompañó en el viaje a Estados Unidos en 1876, año del primer centenario de la Independencia americana. «Me llamo Señor de Alcántara, que es el nombre bajo el que hago mis viajes. Y no me gusta otro tratamiento». Los viajes al exterior incluirían diversos países europeos, Estados Unidos, Egipto, Grecia, Jerusalén y otras localidades de Asia Menor.

     La compleja personalidad de don Pedro II revela un notable conjunto de herencias familiares. La pasión por la ciencia y por los libros eran un legado de su madre, Leopoldina. De su abuelo, don Juan VI, heredó una característica muy peculiar de la real dinastía de Braganza: el gusto por la carne de pollo. Como se vio en el libro 1808, a don Juan le gustaban los pollitos pasados por manteca, que llevaba en una bolsa atada a la cintura para comer durante sus frecuentes paseos alrededor de Rio de Janeiro. Más elegante, su nieto Pedro II prefería el caldo de gallina y, a ejemplo de su padre, comía deprisa. Las reclamaciones de los invitados eran frecuentes.

     El protocolo de la corte preveía que, una vez terminada la comida, si el emperador se levantaba de la mesa, todos los presentes debían seguirlo. El problema es que, con mucha frecuencia, eso pasaba en el momento en que muchos de los invitados ni siquiera habían empezado a comer. Era común irse con hambre. Por esta razón, algunos, más precavidos, almorzaban o cenaban antes de salir de casa para el encuentro con el emperador. Otros salían de palacio e iban directo al restaurante más próximo. Una de esas cenas, ofrecida al hijo del emperador Alejandro II de Rusia, duró veinte minutos. Don Pedro hizo el brindis y se retiró al salón contiguo. Además de mala, la comida estaba fría y fue mal servida por unos criados vestidos con displicencia, según la declaración de un invitado.

     De su padre, heredó la austeridad en el uso del dinero público. La dotación de la familia real, de ochocientos contos al año, nunca cambió durante todo el Segundo Reinado y acabó corroída por la inflación. Al inicio representaba el 3% del gasto del gobierno central. Al final, quedó reducida al 0,5%. Para no depender del dinero público, recurría a préstamos de amigos y aliados. Fueron 24 préstamos en total. En 1867, mandó descontar el 25% de su dotación presupuestaria como contribución al esfuerzo de la guerra contra Paraguay. También usaba el dinero para costear becas de estudio en el exterior a jóvenes que juzgaba talentosos. En total, 151 estudiantes obtuvieron del emperador ayuda para gastos, 41 de ellos para estudios fuera del país. Entre ellos estaban los pintores Pedro Américo e Almeida Júnior y la carioca Maria Augusta Generoso Estrela, primera brasileña en obtener el diploma de Medicina (formada en Nueva York, porque hasta entonces la enseñanza superior estaba prohibida a las mujeres en Brasil). «Nada debo, y cuando contraigo una deuda luego cuido de pagarla», anotó don Pedro II en su diario. «Y la contabilidad de todos los gastos de mi casa puede ser examinada a cualquier hora. No acumulo dinero».

     Como su padre, era también meticuloso en la administración de los negocios públicos. Se implicaba en todo, incluso con los detalles más insignificantes. Esta característica hacía de él «un modelo de empleado público, un burócrata ejemplar, (…) sesudo, metódico, moderado, serio…», en definición del folklorista de Rio Grande do Norte Luís da Câmara Cascudo. Parecía querer mostrar trabajo, desmentir la impresión de que ocupaba el trono sólo por derecho dinástico, sin hacer esfuerzos. En el año 1857, leyó y anotó más de cuatrocientos recortes de periódicos que llegaban de las provincias con noticias de las diversas regiones. Casi volvió loco a Ángelo Muniz da Silva Ferraz, futuro barón de Uruguaiana y entonces ministro de la Guerra, en el viaje que hizo a Rio Grande do Sul con sus dos yernos al comienzo de la Guerra de Paraguay. «El emperador lo atropella todo», reclamó Ferraz en una carta al consejero José Antônio Saraiva. «En dos días con sus marchas forzadas reventó toda la caballada y boyada de carretas y carretillas; no quiere oír a nadie en las marchas, no da descanso. (…) Estoy envejeciendo y mortificándome.»

     En un viaje a Bahia, en 1859, don Pedro II recorrió treinta ciudades del Recôncavo en diez días, a una media de tres localidades cada 24 horas. Un reportero del periódico A Marmota registró:

El emperador es incansable; de mañana muy temprano, cuando todavía muchos obreros están en la cama, ya es visto en la calle, visitando oficinas, cuarteles, establecimientos públicos, carreteras…  

     Joven en el Rio de Janeiro de finales del Segundo Reinado, el escritor Rodrigo Otávio imprimió en su autobiografía la fuerte impresión causada por las correrías del emperador por las calles de la ciudad:

«Fue siempre sobresaltado y con excitación patriótica como en mi mocedad yo vi al emperador. Ver al emperador era, además, ver pasar al cortejo imperial. Al frente dos batidores con la espada desenvainada, seguía el gran carruaje, tirado por cuatro lacayos montados en los jumentos, teniendo por detrás, a pie, otros dos más, todos con sombreros de terciopelo redondos con ala; y por fin el gran piquete, que escoltaba al lado de la portezuela del coche. El cortejo pasaba; toda la gente se paraba, miraba, se quitaba el sombrero y, como yo, sin duda, se inundaba con mayor o menor intensidad, de un efluvio extraño, (…) de sobrenatural, de inaccesible. Generalmente, al paso del cortejo imperial, poco se veía del Emperador; de él, sentado al fondo del coche sombrío, a la velocidad en que pasaba, cuando la vista lo alcanzaba, apenas se vislumbraba el blanco de las grandes barbas».  

     Un resumen de sus ideas al respecto de Brasil y del ejercicio de la política puede ser observado en el documento que dejó por escrito a su hija, la princesa Isabel, en 1871, año en que ella asumió la regencia del Imperio por primera vez durante su viaje a Europa. En total son 26 páginas manuscritas, en las que el emperador habla de las elecciones, de la administración, de la educación política («la principal necesidad del pueblo brasileño»), de la comunicación, de la colonización y emancipación, de las relaciones externas y del ejercicio del Poder Moderador, entre otros asuntos que juzgaba merecían la atención del monarca brasileño. Con letra menuda y caprichosa, orientaba a su hija a prestar atención a la opinión nacional, «dificilísimo estudio», antes de tomar decisiones. Isabel debía mantenerse por encima de pasiones partidistas, pero sin considerar «como excesos las aspiraciones naturales y justas de los partidos». Para eso, debía escuchar, «con discreta reserva de las propias opiniones, a las personas honestas y más inteligentes de todos los partidos». Debía también estar atenta a lo que se publicaba en la prensa y a lo que se discutía en las cámaras legislativas de las provincias.

     Generoso, le recomendaba tolerancia en relación a los adversarios políticos internos: «Entiendo que la amnistía debe concederse siempre, antes o después, por los delitos políticos». Esto valía especialmente con relación a la libertad de prensa, que debía tener autonomía para atacar al propio soberano: «Los ataques al emperador, cuando él es consciente de haber intentado proceder bien, no deben ser considerados personales, sólo una artimaña o un desahogo partidista». En resumen, para él, el ejercicio de la política era, sobre todo, una cuestión moral, más de conciencia que pública. «Todo depende de la conciencia y de la inteligencia del emperador y de los ministros». Seguidamente, alertaba a Isabel de que «la conciencia también puede apasionarse». Finalmente, le recordaba que «nuestro sistema de gobierno es el de la calma y la paciencia» – sistema que, según él, «el emperador debe ser el primero en respetar, y hacer respetar».

     Cartas y documentos sugieren que, aunque fuese el emperador de Brasil, don Pedro II tenía innegables simpatías republicanas. En junio de 1891, ya en el exilio, anotó al margen de un libro que estaba leyendo:

Desearía (…) que la civilización de Brasil ya admitiese el sistema republicano, que, para mi, es el más perfecto, tanto como puedan serlo las cosas humanas. Crean que yo sólo deseaba contribuir a un estado social en que la República pudiese ser «plantada» (…) por mi y dar sazonados frutos.  

     Al escritor, poeta e historiador portugués Alexandre Herculano, que había rechazado una distinción del Imperio alegando convicciones republicanas, le escribió: «Tampoco soy partidario en absoluto de ningún sistema de gobierno», aportando que, para Brasil, la mejor alternativa sería una república con un presidente hereditario. «Difícil es la posición de un monarca en esta época de transición», escribió a la condesa de Barral, declarándose incómodo en la posición de emperador. Si hubiera dependido de su voluntad, habría preferido ser sólo un presidente temporal de la República: «Yo, en cierto modo, podría ser mejor y más feliz presidente de la República que emperador constitucional».

     Los rasgos republicanos de don Pedro II, a esas alturas ya bien conocidos en todo el mundo, llevaron al presidente de Venezuela, Rojas Paúl, a reaccionar de forma irónica al conocer la noticia de la caída del Imperio brasileño, en 1889:

     – ¡Se fue la única república de América!

Laurentino Gomes

IV. El espejismo

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QUIEN VIAJA ACTUALMENTE POR BRASIL, en busca de los escasos lugares históricos que la memoria nacional ha preservado, se encuentra de vez en cuando con un país perdido en el tiempo. Sus resquicios están en museos, casas de haciendas, palacios, bibliotecas y edificios públicos del siglo XIX. Son lugares de arquitectura bonita y elegante, de aspecto más europeo que tropical. Algunos ejemplos son la Chácara de la Baronesa, en la ciudad gaucha de Pelotas, el Palacio del Catete, en Rio de Janeiro, y los caserones de las haciendas del café en el Valle del Paraíba. De todos ellos, el más simbólico es la ciudad imperial de Petrópolis, el refugio de verano de la corte de Rio de Janeiro hasta la Proclamación de la República.

     Hoy lo que más impresiona en Petrópolis es la sensación de extrañeza cuando se mira en derredor. Allí, dos ciudades conviven en el mismo espacio. La primera es la ciudad histórica, situada en la zona central. Las avenidas largas y arboladas, los jardines bien cuidados, el Palacio de Cristal, los antiguos hoteles de lujo, las mansiones donde vivía la nobleza y el cuerpo diplomático, la imponente iglesia mayor que hoy guarda los restos mortales del emperador Pedro II y de la emperatriz Teresa Cristina – todo allí remite a un escenario de corte europea. En el palacio imperial, los turistas son invitados a calzarse pantuflos de tejido delicado para no dañar el apreciado suelo de mármol importado de Carrara, en Italia, mientras recorren salas adornadas con cuadros pintados al óleo y mesas repletas de porcelanas chinas, vajillas de plata y tazas de cristal. Los jardines y los detalles de la arquitectura recuerdan Versalles, en Francia, o Schönbrunn, en Viena, Austria. Esa es la Petrópolis imperial del siglo XIX.

     La otra Petrópolis es más grande y más reciente. Construida de forma precipitada a partir de mediados del siglo XX, se encuentra apartada del centro, en los barrios de clase media, donde personas comunes habitan en edificios de apartamentos, estudian, trabajan y se divierten en una rutina muy parecida a la de los brasileños de otras regiones. En esta segunda ciudad, el paisaje urbano y la calidad de vida son incluso mejores que los de la mayoría de las ciudades brasileñas, pero la arquitectura de hormigón, mediocre y sin imaginación, ni de lejos se puede comparar con la de los edificios de la suntuosa Petrópolis imperial. Las distancias entre casas y edificios disminuyen. Hay menos zonas ajardinadas, la vegetación se vuelve más dilatada y, en las calles, los peatones se disputan el espacio con los coches llevados por conductores impacientes.

     La sensación de extrañeza, sin embargo, crece a medida que el viajero desciende por la vertiente de la sierra en dirección a la ladera fluminense. En el camino, otra dura realidad se impone ante los ojos. Lo que allí prevalece es el panorama pobre y monótono de las colinas y favelas. La arquitectura elegante de las residencias históricas y turísticas deja lugar a las barracas inacabadas, hechas de planchas de cemento y paredes desnudas de ladrillos sin revestimiento. Los desagües corren a cielo abierto y hay basura acumulada en las calles tomadas por los vendedores ambulantes. El cinturón de pobreza que allí se ve es muy semejante al que hoy domina el paisaje en la periferia de todas las capitales y grandes ciudades brasileñas.

     Cápsula del tiempo preservada en la sierra fluminense, Petrópolis es testigo de un espejismo histórico. Un espejismo, como se sabe, es una ilusión óptica que distorsiona la percepción de la realidad. Visto desde Petrópolis, el Brasil de la época del Imperio es una tierra más imaginaria que real. Las vísperas de la Proclamación de la República, había allí un país que aparentaba ser más civilizado, rico, elegante y educado de lo que de hecho era o sería en el futuro. A los diplomáticos y visitantes extranjeros, se les presentaba como un imperio destinado a ser grande, poderoso, desarrollado, ilustrado – un «gigante adormecido en una cuna espléndida», como decía la propia letra del Himno Nacional. En el futuro, sería capaz de asombrar a sus congéneres europeos. El emperador Pedro II y la bella ciudad serrana bautizada con su nombre eran el símbolo de todo eso. Ese Brasil de sueños, sin embargo, se enfrentaba a otro, real y muy diferente, creando una contradicción difícil de sostener a largo plazo.

     Euclides da Cunha – ingeniero, escritor, activista republicano en 1889 y autor de Os sertões, una de las más importantes obras literarias brasileñas – cierta vez definió a Brasil como «el único caso histórico de una nacionalidad hecha por una teoría política». Según él, las instituciones nacionales construidas en el Imperio se asentaban en conceptos políticos y filosóficos importados de fuera, que poco tenían que ver con la realidad observada en las calles y campos de un territorio yermo, pobre y atrasado. El Brasil de la teoría era diferente del Brasil de la práctica.

     La construcción de ese país de ensueño estaba confiada a una aristocracia relativamente pequeña, que enviaba a sus hijos a estudiar en Francia o en Inglaterra, tenía contacto con las ideas liberales discutidas en las universidades europeas, pero conseguía su riqueza de la explotación de la mano de obra cautiva y del latifundio. Leyes y rituales de la Monarquía intentaban imitar el pensamiento y el ambiente de los salones europeos, pero la verdadera estructura estaba compuesta de pobreza e ignorancia. «La élite era una isla de cultos en un mar de analfabetos», definió el historiador minero José Murilo de Carvalho.

     La primera Constitución brasileña, otorgada por el emperador Pedro I en 1824, estaba considerada una de las más avanzadas del mundo en la definición de los derechos individuales y en la libertad de prensa, pero en ningún momento mencionaba la existencia de esclavos en el país. El artículo 179 definía la libertad y la igualdad como derechos inalienables del hombre, mientras más de 1 millón de brasileños permanecían cautivos en grandes poblados, pudiendo ser comprados o vendidos como una mercancía cualquiera, sujetos también a azotes, a el uso de cadenas en los pies, al marcado del cuerpo con hierro candente y a otros castigos según la voluntad de su dueño. «La aristocracia de aquí es una caricatura de la europea», observó el periodista alemán Carlos von Koseritz, director del periódico Gazeta de Porto Alegre, al visitar Rio de Janeiro en los estertores del Imperio. «Los barones del café viven con un lujo que no es respetable, pues tiene su origen en el poblado del negro y en el látigo del capataz».

     El Brasil imaginario, desconectado del Brasil real, no fue obra del azar, sino el resultado de una necesidad – por lo menos desde el punto de vista de los líderes que condujeron el proceso de Independencia y la organización del país en el Primer y Segundo Reinados. Como se vio en el capítulo anterior, en 1822 el Brasil independiente de Portugal le parecía a todos un experimento peligrosamente inestable. Había riesgos de toda clase por delante. Esclavos, pobres y analfabetos componían la mayoría de la población. Las divergencias regionales eran enormes. El temor a una guerra civil, que amenazase la unidad nacional, o a una rebelión de los cautivos contra sus señores quitaba el sueño a la minoría blanca. El arranque político del nuevo Brasil debía tener en cuenta todos esos riesgos. «Se trataba (…) de construir casi de la nada una organización que cosiese políticamente el inmenso archipiélago social y económico en que consistía la excolonia portuguesa», escribió José Murilo de Carvalho.

     Los peligros del proceso de ruptura con Portugal eran tantos que la aristocracia brasileña optó por el camino más conservador y seguro. En vez de arriesgarse a una revolución republicana – a ejemplo de lo que hacían todos los demás países de América -, prefirió congregarse en torno al emperador Pedro I como forma de evitar el caos de una guerra civil o étnica que, en algunos momentos, parecía fatal. Consiguió, de esta forma, preservar sus intereses y viabilizar un proyecto único en América. Brasil se convirtió en una «flor exótica» en el continente, según la definición de algunos historiadores. O sea, una monarquía rodeada de repúblicas por todos lados. Comenzó ahí lo que el historiador José Murilo de Carvalho llamó la «construcción de un orden» y también el «teatro de sombras», en el que los personajes representaban papeles que no siempre se correspondían con la realidad nacional.

     Los actores de ese «teatro de sombras» conformaban una nobleza exótica y tropical. Al contrario que en Europa, donde los títulos de nobleza eran hereditarios, o sea, pasaban de padre a hijo, en Brasil los honores se extinguían con la muerte de sus respectivos detentores. Eran, por tanto, un estado pasajero, tan precario y perecedero como la misma experiencia monárquica en la historia brasileña. La profusión del reparto de estos títulos, iniciada con la llegada de la corte de don Juan a Rio de Janeiro en 1808, resultaba en una relación de intercambio de favores entre la corona y los terratenientes. Traficantes de esclavos, hacendados, dueños de industrias, ganaderos, dueños de saladeros y comerciantes daban el apoyo político, financiero y militar necesario para el sostenimiento del trono. A cambio, recibían del monarca posiciones influyentes en el gobierno, beneficios y privilegios en los negocios públicos y, especialmente, títulos de nobleza.

     Usadas como moneda de cambio en las relaciones de poder, las distinciones eran concedidas en mayor número en los momentos de crisis, en los cuales el trono necesitaba atraer apoyos más rápidamente. Durante sus ocho primeros años en Brasil, don Juan otorgó más títulos de nobleza que en todos los anteriores trescientos años de la historia de la Monarquía portuguesa. Era un momento en que la corte portuguesa estaba particularmente necesitada de apoyo político y financiero, debido a la invasión de la metrópoli por las tropas del emperador francés Napoleón Bonaparte. «En Portugal, para hacerse conde se necesitaban quinientos años; en Brasil, quinientos contos», ironizó el historiador baiano Pedro Calmon.

     Entre la creación del Reino Unido de Portugal, Brasil y el Algarve, en 1815, y la Proclamación de la República, en 1889, se distribuyeron en Brasil 1.400 títulos de nobleza, a una media de diecinueve al año. El ritmo de las concesiones, sin embargo, más que se quintuplicó en los dieciocho meses que precedieron la caída de la Monarquía. En total, fueron 155 títulos de nobleza concedidos entre la publicación de la Ley Áurea, en mayo de 1888, y el golpe protagonizado por Deodoro da Fonseca en noviembre del año siguiente. Ante el clima de tensión entre militares y civiles que precedió a la Proclamación de la República, el vizconde de Maracaju, ministro de la Guerra, propuso que los títulos fuesen usados como arma para seducir a los oficiales en los cuarteles. Según su plan, a todos los mariscales de campo se les facilitaría, indistintamente, el título de barón. Cada brigadier, a su vez, recibiría la Orden de la Rosa, otra codiciada distinción del Imperio. «No conviene generalizar», respondió el vizconde de Ouro Preto, jefe del gabinete de ministros y él mismo de reciente nobleza, detentor del título desde el 13 de junio de 1888, un mes después de la Ley Áurea. Aún así, en vísperas del Quince de Noviembre, nada menos que 35 coroneles de la Guardia Nacional recibieron el título de barón.

     «La concesión de títulos nobiliarios en tales ocasiones, (…) para fines puramente electorales, ya era tradicional en la historia política de Brasil», anotó el historiador Heitor Lyra. «¡Todos somos marqueses!», ridiculizó en un artículo del periódico Diário de Notícias el baiano Rui Barbosa, al criticar la inflación nobiliaria, según él responsable de la legión de «hidalgos baratos» y de la «profusión de gracias recibidas en holgazanería entre los que comen y beben del pesebre oficial (…); esa nobleza de camarilla, hidalguía de taberna electoral».

     La Guerra de Paraguay representó otro momento crítico, en el que las distinciones monárquicas fueron usadas para seducir a los dueños de tierras. Un decreto otorgado el 6 de noviembre de 1866, durante el gobierno del consejero Zacarias de Góis e Vasconcelos, jefe del Partido Liberal fluminense, determinaba que los propietarios que tomasen la iniciativa de liberar a sus esclavos para luchar en la guerra recibirían títulos de nobleza. Era una situación curiosa: los esclavos tomarían las armas y expondrían su vida luchando contra los soldados de Solano López, mientras que sus dueños, sin correr ningún riesgo, se convertirían en barones del Imperio. Al tener conocimiento de la noticia, Benjamin Constant, futuro fundador de la República brasileña, que se encontraba en el frente de batalla, reaccionó con ironía:

     – ¡Qué patriotismo! ¡Cuán moralizador es nuestro gobierno y nuestro país! Qué bello futuro nos espera. (…) tres o cuatro esclavos bastan para los mayores títulos de nobleza que el Imperio pueda dar.

     En los nueve años del Primer Reinado, el emperador Pedro I hizo 150 nobles, a una media de dieciséis al año, menos de la mitad del ritmo de su padre, que distribuyó 42 títulos al año entre la creación del Reino Unido, en 1815, y la vuelta de la corte a Portugal, en 1821. La parsimonia, sin embargo, era sólo aparente. Pedro I usó los títulos para alimentar los escándalos amorosos que marcaron su vida personal. Las hermanas Domitila y Maria Benedita de Castro Canto e Melo, ambas amantes del emperador, fueron promovidas respectivamente a marquesa de Santos y baronesa de Sorocaba. Isabel Maria, hija bastarda de la relación de don Pedro con Domitila, consiguió el título de duquesa de Goiás y el derecho a ser llamada «alteza», tratamiento normalmente reservado a las princesas. También fue condecorada con la Orden del Cruzeiro.

     Brasil sólo tuvo dos títulos de duque, el más importante de la galería nobiliaria. Uno fue para Isabel Maria. El otro para Luís Alves de Lima e Silva, el duque de Caixas. Era una extraña contradicción. Caixas había dado un contribución decisiva para la consolidación del Imperio brasileño, combatiendo en las revoluciones de la Regencia y dirigiendo al Ejército en el momento más difícil de la Guerra de Paraguay. El mérito del título de la duquesa de Goiás provenía exclusivamente de la cama, de una aventura escandalosa del primer emperador con la marquesa de Santos. Con esta circunstancia, era imposible que los brasileños se tomasen muy en serio los títulos de la nobleza imperial. El título de barón, el menor de la nobleza, se banalizó de tal forma que se convirtió en motivo de burla y dio origen a un dicho popular:

     ¡Sal de ahí, perro, que te hago barón!

     Cerca de trescientos caficultores de São Paulo, Minas Gerais y Rio de Janeiro – la nata de la aristocracia rural brasileña de finales del Segundo Reinado y los que más se resintieron de la abolición de la esclavitud – recibieron títulos de nobleza. Eran barones en su mayoría – los famosos barones del café. Los Leite Ribeiro, de Vassouras, tenían ocho barones y dos vizcondes en la familia. En el mismo municipio, los Werneck tenían cinco barones. Los Avelar, seis barones y tres vizcondes.

     Los títulos de nobleza costaban pequeñas fortunas a los agraciados, que eran recaudadas por el Tesoro imperial. Para ostentar el título de duque era necesario desembolsar dos contos y 450 mil réis. El de marqués, costaba un poco menos, dos contos y 200 mil réis. Después venían los títulos de conde, vizconde y barón con grandeza, tasados en un conto y 575 mil réis. Finalmente, vizconde y barón, que costaban, respectivamente, un conto y 25 mil réis y 750 mil réis. Se puede tener una idea de estos valores comparándolos con el salario medio de un obrero de la época. Un vendedor ambulante en São Paulo ganaba entre 280 y 350 réis al día. Carpinteros, sastres y soldados recibían en torno a 600 réis diarios. El título de barón costaba, por tanto, el equivalente a cuatro o cinco años de trabajo de estos profesionales.

     El escritor sergipano Tobias Barreto se refirió a la «nobleza hecha a mano» que producía hidalgos de nombres pintorescos como el barón de Bojuru, título dado al brigadier Inocêncio Veloso Pederneiras; el barón de Batovi, con el que fue agraciado el mariscal de campo Manuel de Almeida da Gama Lobo Coelho d’Eça; o el barón de São Sepé, atribuido al teniente general Luís José Pereira de Carvalho. El alemán Carlos von Koseritz se divirtió al ver la llegada de la nobleza brasileña para la apertura de las cámaras en 1883:

Uno tras otro paraban los viejos carruajes ante la entrada y vaciaban su carga: una dama noble (la baronesa de Suruí) vieja y horrenda, pero grandemente escotada y cinco o seis militares de la corte, metidos en uniformes verdes otrora brillantes, bordados en oro, el tricornio bajo el brazo, el espadín en el cinto y las finas piernas metidas en calzas y medias de seda – así saltaron ellos de sus coches, haciendo pensar en un carnaval.

     La peculiar galería brasileña de nobles daba forma al escenario del teatro de sombras monárquico, cuyos actores principales eran el mismo soberano, sus consejeros y ministros, senadores y diputados, presidentes de provincia, comandantes del ejército, coroneles de la Guardia Nacional y una vasta tela burocrática de cargos menores que se desparramaba por las regiones más distantes del país y todo lo controlaba en la vida brasileña. El Estado imperial era fuerte y centralizado. En 1885, al gobierno central le correspondía el 77% del total de los ingresos públicos de Brasil, competiendo a las provincias el 18% y a los municipios un menguado 5%.

     El peso de la máquina pública también era significativo en los gastos. Entre 1825 y 1888, el imperio acumuló un déficit de 855,8 mil contos de réis. El gobierno no tenía como cubrir sus gastos y dependía de préstamos externos, que nunca eran pagados en su totalidad. El déficit venía desde la época de la Independencia, cuando Brasil fue obligado a indemnizar a Portugal y a recibir siete préstamos de Inglaterra, por un total de 10 millones de libras esterlinas. En 1863, casi medio siglo después de la Independencia, el país aún se veía forzado a contratar otros préstamos de 3 millones de libras esterlinas para cubrir los intereses de aquellos gastos iniciales.

     El gobierno lo controlaba y se metía en todo. Un sistema de esta forma organizado era un inhibidor del riesgo y de la libre iniciativa. Hasta 1881, o sea, ocho años antes de la República, ninguna sociedad anónima podía funcionar sin autorización del Consejo de Estado, principal órgano de asesoría del emperador, compuesto por los hombres más ricos e influyentes del país. Era «el cerebro de la Monarquía», en definición del historiador y ensayista minero João Camilo de Oliveira Torres. El gobierno central reglamentaba y también amparaba las empresas, locales y extranjeras, autorizando o prohibiendo su funcionamiento, proporcionando subsidios, garantizando intereses favorables, definiendo prioridades y asegurando exenciones fiscales.

     Uno de los resultados obvios de la excesiva presencia del Estado en la vida nacional fue la proliferación del funcionariado público. Un listado del historiador José Murilo de Carvalho muestra que, en 1877, Brasil tenía 5,4 funcionarios públicos por cada mil habitantes. El índice era más de dos veces superior al de Estados Unidos en esa misma época, de sólo 2,4 funcionarios por mil habitantes. El empleo público representaba el 70% de los gastos del gobierno en 1889. «El funcionariado es un cáncer que devora y aniquila las fuerzas del país, perjudicial no sólo por el aumento del gasto, también por la desorganización del servicio», afirmaba el médico cearense Liberato de Castro Carreira, senador del Imperio durante los siete años anteriores a la República. «Esta enfermedad – endémica en Brasil – es uno de sus grandes males», escribió el minero Alfonso Celso de Assis Figueiredo, antes de convertirse en el vizconde de Ouro Preto y jefe del último gabinete de ministros.

     El abolicionista pernambucano Joaquim Nabuco definió al funcionariado público como un «vivero político» porque abastecía al gobierno de los instrumentos para la creación de una red de clientelismo, capaz de albergar a «todos los pobres inteligentes, todos los que tienen ambición y capacidad, pero no tienen medios, y que son la gran mayoría de nuestros hombres de talento». El resultado, según Nabuco, era la atrofia en casi todas las áreas del conocimiento nacional. «Esto significa que el país está cerrado en todas direcciones», afirmó. «Muchas avenidas que podrían ofrecer un medio de vida a hombres de talento, pero sin cualidades mercantiles, como la literatura, la ciencia, la prensa, la enseñanza, no pasan siquiera de callejones; y otras, en las que hombres prácticos, de tendencias industriales, podrían prosperar, son por la falta de crédito, o por la estrechez del comercio, o por la estructura rudimentaria de nuestra vida económica, otras tantas puertas amuralladas».

     Durante el Primer y Segundo Reinados, un 40% de los senadores brasileños recibieron títulos de nobleza. Entre los presidentes del Senado, la proporción de nobles era aún mayor, el 80% del total. Los senadores eran vitalicios, nombrados por el emperador. El año de la Proclamación de la República, ya hacía cuatro décadas que cinco de ellos estaban en el Senado. El barón de Souza Queiroz, el más antiguo de todos, fue nombrado en 1848. «El apoyo de estos hombres era decisivo para obtener un préstamo bancario, un puesto en la burocracia, una pensión del gobierno, la aprobación de los títulos de capital de una empresa o compañía, o para el éxito en una carrera política», anotó la historiadora Emília Viotti da Costa. «La sociedad brasileña estaba atravesada de arriba a abajo por la práctica y por la ética del padrinazgo».

     La red de clientelismo se extendía potencialmente por todos los aspectos de la vida nacional. «Quien no tiene padrino muere pagano», enseñaba un dicho popular de moda en la época. La plaga del apadrinamiento se reflejaba también en el medio intelectual. Los principales poetas y novelistas del Imperio eran funcionarios públicos, incluyendo a Machado de Assis, José de Alencar, Raul Pompeia y Gonçalves Dias. «El empleo público era buscado principalmente como prebenda, como fuente estable de rentas», observó José Murilo de Carvalho. «La mayoría de los escritores de la época, por ejemplo, sobrevivía a costa de algún empleo público que de ellos exigía muy poco».

     En el Brasil imperial, escribir, pintar, componer eran un medio de promoción social, la entrada para frecuentar los ambientes y salones de la corte hasta entonces vetados a los intelectuales, especialmente si eran negros o mulatos – caso del mismo Machado de Assis. Escritores, poetas, pintores y compositores eran pagados con becas de estudio o empleos públicos, para esculpir en las artes el concepto de nación deseado por el Imperio. La condición era que sus obras reflejasen el esfuerzo de retratar el país ideal en contraposición a la barbarie del país real. El mismo don Pedro II financió con sus recursos personales los estudios de varios pintores y compositores en Europa. Se puede medir el grado de dependencia de los artistas e intelectuales en relación al trono en las palabras de la carta que el compositor Carlos Gomes dirigió al emperador en diciembre de 1867, al concluir una de sus obras:

Señor,

A los pies del excelso trono de Su Majestad Imperial vengo respetuosamente a depositar el humilde vals «La Estrella Brasileña» pidiendo permiso para ofrecérselo a Su Alteza la Serenísima Princesa Señora D. Isabel Cristina, a quien se lo dediqué.

Pobre trabajo, pálido reflejo del inmenso amor y dedicación que tributo a Su Majestad Imperial y a toda su Augusta Familia, sírvale de égida el Augusto nombre de Ángel de Bondad bajo cuyas alas buscó protección.

Permita Su Majestad que aproveche la ocasión para besarle su augusta mano y confesarme de Su Majestad Imperial el más reverente y humilde súbdito.

Carlos Gomes

     Los artistas enviados a Europa de allí volvieron repletos de modelos artísticos e iconográficos que poco tenían que ver con la realidad brasileña. Los cuadros de Victor Meirelles y Pedro Américo, las óperas de Carlos Gomes y los romances azucarados de José de Alencar reflejaban lo que se hacía en Europa y no la dura realidad tropical brasileña. El romanticismo, fuente de la que bebían, buscaba redescubrir las raíces de la nacionalidad brasileña, pero la materia prima eran los valores europeos. A ellos correspondió la tarea de la idealización del indio, a esas alturas ya diezmado en toda la costa brasileña y segregado a las regiones más distantes, donde no podía causar problemas a los blancos. Los negros y mulatos, éstos sí una omnipresencia en la realidad brasileña, eran ignorados en esas obras de arte – y sólo aparecerían más tarde, en los trabajos de Aluísio Azevedo, Tobias Barreto, Di Cavalcanti y Tarsila do Amaral, entre otros.

     Marco de ese esfuerzo de construcción de un Brasil idealizado fue la creación del Instituto Histórico y Geográfico Brasileño, el IHGB, en 1838. Inspirado en el modelo del Institut Historique, de Francia, congregaba a la élite intelectual y económica de la época y tenía como objetivo ser un centro de estudios sobre el país, estimulando la investigación histórica, científica y literaria. Estaba financiado por el gobierno, que contribuía con el 75% de su presupuesto. Don Pedro fue siempre uno de sus más asiduos visitantes. En total, presidió 506 sesiones, desde diciembre de 1849 hasta el 7 de noviembre de 1889, una semana antes de la Proclamación de la República. Le correspondía al IHGB la tarea de la «fundación de la nacionalidad», en palabras de uno de sus creadores, el clérigo Januário da Cunha Barbosa, uno de los exponentes de la masonería de Rio de Janeiro durante el proceso de Independencia, en 1822. Era necesario, según él, «no dejar más al genio especulador de los extranjeros la tarea de escribir nuestra historia». Nacía de esta forma tan controvertida la «historia oficial», empeñada en esculpir el imaginario nacional basado en rostros y personajes glorificados como héroes nacionales, cuyos efectos se dejan sentir aún hoy día en los pupitres escolares.

     Visto desde la perspectiva de la historia oficial, el Brasil del Segundo Reinado era un modelo de democracia. Las elecciones se sucedían con una regularidad ejemplar. Los cincuenta senadores eran escogidos por el emperador de entre una tripleta de los candidatos más votados en cada provincia. La Cámara, con 120 diputados, se renovaba cada cuatro años. Los debates en el Parlamento eran elegantes y civilizados. En apariencia, se trataba de una monarquía constitucional y parlamentaria, régimen en el que los electores escogen a sus representantes y, de acuerdo al resultado de las urnas, el monarca nombra al jefe del gabinete encargado de organizar el gobierno. En la práctica, era muy diferente.

     Las elecciones eran una fachada, marcadas por el fraude y la persecución a los opositores. Frecuentemente robadas, las urnas reaparecían más tarde repletas de votos que daban una cómoda victoria al jefazo regional y, a veces por descuido, sumaban más que el total de electores registrados. Como el voto no era secreto, los coroneles locales vigilaban la elección de sus protegidos y usaban a la policía para impedir que los electores de la oposición votasen. «¿Cuándo será libre el voto?», preguntaba, ingenuamente, la princesa Isabel en una carta a su padre, en septiembre de 1868, al presenciar desde la ventana de la casa en que estaba hospedada en el balneario de Campanha, Minas Gerais, cómo policías amenazaban con meter en la cárcel a los electores de la oposición que se atreviesen a votar en las elecciones municipales. «Somos un país de pobretones para media docena de ricos», constató el senador Cândido Mendes de Almeida en 1873, al analizar el sistema electoral. «¿Cómo levantar la cabeza para elegir unas cámaras independientes que puedan resistir los desmanes y arbitrios del gobierno?».

     Inspirado en el modelo europeo, el sistema judicial brasileño era igualmente ejemplar. Según la Constitución, todo ciudadano – categoría en la que no estaban incluidos los esclavos – tenía derecho a recurrir a la Justicia para proteger sus derechos. El ritual preveía un amplio derecho de defensa de los reos, sólo susceptibles de condena después de agotados todos los recursos. Nadie podía ser preso sin delito comprobado. El derecho de libertad de expresión era tan amplio en Brasil como en los países más desarrollados. En la práctica, el ejercicio de la ley dependía también de los jefes locales, que mandaban detener adversarios o soltar aliados de acuerdo a sus conveniencias. «El brazo de la justicia no es lo bastante fuerte ni lo bastante largo para abrir los portones de las haciendas», escribió Joaquim Nabuco, al hacer una retrospectiva de las instituciones imperiales en 1886.

     Dos partidos dominaban la escena política del Segundo Reinado, el Liberal y el Conservador. Definir con claridad las diferencias entre ellos ha sido una ardua tarea para los historiadores. Los conservadores tenían una representación más fuerte en las provincias del Nordeste y, en general, favorecían la centralización del poder imperial, mientras que los liberales representaban a las provincias del Sur y Sudeste – especialmente São Paulo, Minas Gerais y Rio Grande do Sul – y defendían una mayor descentralización a favor de la autonomía regional. En el pasado, algunos estudiosos también se esforzaron por vincular a los conservadores con la aristocracia rural y esclavista, mientras que los liberales tendrían sus intereses más asociados a los profesionales liberales y a los comerciantes urbanos. En realidad, no existía entre los dos partidos una clara frontera ideológica. Ambos reflejaban más las rivalidades regionales que programas distintos de gobierno. En Pernambuco, el conservador Pedro de Araújo Lima, marqués de Olinda, y su rival, Antônio Francisco de Paula de Holanda Cavalcanti de Albuquerque, vizconde de Albuquerque, eran ambos dueños de azucareras. Tenían una riqueza y posición social equivalentes. Araújo Lima fue conservador hasta 1862. Después saltó al Partido Liberal. En Bahia, Manuel Pinto de Sousa Dantas, jefe de los liberales, había comenzado su carrera como protegido de João Maurício Wanderley, el barón de Cotegipe, líder de los conservadores.

     Papel igualmente ambiguo era el del emperador. Según la Constitución de 1824, a él le cabía el ejercicio del llamado Poder Moderador. Invento brasileño, inspirado en las ideas del pensador franco-suizo Henri-Benjamin Constant de Rebecque, el Poder Moderador se sobreponía y arbitraba eventuales divergencias entre los otros tres – Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Era una tentativa de reconciliar la Monarquía con la libertad, los derechos civiles y la Constitución. En opinión de Benjamin Constant de Rebecque, era tarea del soberano mediar, equilibrar y restringir el choque entre los poderes. En el caso de Brasil, entre las atribuciones del emperador estaban la facultad de nombrar y cesar libremente a los ministros, disolver la Cámara de los Diputados y convocar nuevas elecciones parlamentarias.

     El artículo 98 de la Constitución afirmaba que el Poder Moderador era «la clave de toda la organización política, delegado privativamente al emperador, que, en esta condición, es el responsable del mantenimiento de la independencia, del equilibrio y de la armonía entre los poderes públicos». El artículo siguiente afirmaba: «La persona del emperador es inviolable y sagrada: no está sujeto a responsabilidad alguna». Leídos al pie de la letra, los dos artículos daban a entender que el emperador brasileño era un monarca absoluto a la antigua usanza. En la práctica, la simple existencia de una Constitución indicaba que el poder imperial tenía algún límite. Esto valía especialmente para el caso de don Pedro II, que siempre se empeñó en dar la imagen de un soberano tolerante y magnánimo.

     El historiador Sérgio Buarque de Holanda habla de una «constitución no escrita», diferente de la Constitución real, que dictaba la política del emperador más en consonancia con las conveniencias del juego político que con el texto de la ley. La Constitución real, por ejemplo, autorizaba la disolución de la Cámara de los Diputados sólo «en los casos en que lo exigiera la salvación del Estado». Se infería que la medida sería adoptada solamente en situaciones extremas, de grave crisis institucional. En rigor, nunca hubo una emergencia de esa naturaleza en todo el Segundo Reinado, pero don Pedro II, valiéndose de sus prerrogativas, disolvió la Cámara innumerables veces con el simple objetivo de promover la rotación de los partidos en el poder. En los 49 años del Segundo Reinado, don Pedro II tuvo 36 gabinetes, a una media de uno cada año y cuatro meses. Ejecutaba, de esta forma, una ley no escrita, con la debida complacencia de los dos partidos. Siempre que uno de ellos estuviese en la oposición, sin opciones de llegar al poder por las urnas debido al fraude electoral, la única forma de volver a ser gobierno era esperar que el emperador disolviese la Cámara y convocase una nueva legislatura.

     Según la Constitución, se presumía que el gobierno debía merecer la confianza de la Cámara de los Diputados para mantenerse en el poder. Era así como funcionaban los modelos clásicos del parlamentarismo europeo, especialmente el británico. En realidad, la formación del gobierno dependía más de la voluntad del emperador que del resultado de las urnas. En general, usando los privilegios del Poder Moderador, don Pedro II primero disolvía la Cámara y después nombraba al jefe del gobierno, cuyo gabinete se encargaba de asegurar la victoria en las urnas mediante la corrupción y el ataque a los adversarios. Era, por tanto, un parlamentarismo al revés. El gobierno manipulaba las elecciones y, mediante ellas, componía una Cámara de Diputados subordinada a sus deseos, y no al contrario. En las elecciones de 1848, el nuevo gabinete encabezado por Pedro de Araújo Lima, el marqués de Olinda, consiguió la proeza de reducir la bancada de la oposición, liberal, a sólo un diputado. «El partido que subía al poder derribaba todo – es decir, expulsaba fuera de los cargos públicos, locales, provinciales y generales, a todos los ocupantes adversarios», relató el historiador Oliveira Vianna. «Era un barrido general, que dejaba el campo enteramente limpio y abierto al asalto de los vencedores».

     «Entre nosotros, lo que está organizado es el Estado, no la Nación», decía, en 1887, el sergipano Tobias Barreto. «Es el gobierno, es la administración, por sus altos funcionarios en la corte, por sus subrogados en las provincias, por sus ínfimos aduladores rastreros en los municipios, no el pueblo, que permanece amorfo y desorganizado, sin otra ligazón entre sí, a no ser la comunión de la lengua, las malas costumbres y el servilismo». Visión parecida tenía el francés Louis Couty, profesor extranjero de la Escuela Politécnica de la Corte. Según él, en vísperas de la Proclamación de la República, le faltaba a Brasil «un pueblo fuertemente organizado, pueblo de trabajadores y pequeños propietarios independientes (…) por sí, sin un Estado Mayor constituido por comandantes de toda especie o coroneles de la Guardia Nacional».

     El punto clave del modelo tenía que ver con la noción de ciudadanía, o sea, quién podía votar y ser votado, representar y ser representado en el Imperio, quién tenía acceso al control de los recursos del Estado. En resumen, quién mandaba y era mandado. Las primeras restricciones para la ciudadanía aparecieron después de las elecciones para la constituyente de 1823, convocadas tras el Grito del Ipiranga. Para ser elector era necesario ser hombre, propietario de tierras u otro bien raíz, con una edad mínima de veinte años. Mujeres, esclavos, indios, asalariados, extranjeros y personas que no profesasen la religión católica estaban excluidos. La Constitución de 1824 aumentó la restricción de edad hasta los 25 años y por vez primera introdujo el criterio de renta mínima para los votantes. Para garantizar el control del resultado, las elecciones eran indirectas en dos etapas. En la primera votaba el pequeño electorado compuesto por los hombres con una renta anual líquida de por lo menos 100 mil réis. A ellos les correspondía escoger un colegio electoral más restringido que, en la segunda fase, se encargaría de designar a los diputados, senadores y miembros de los consejos de las provincias. La exigencia de renta anual mínima para los candidatos a estos puestos se cuadruplicaba, de 100 mil a 400 mil réis anuales.

     Una ley de 1846 dobló la renta mínima de los electores hasta 200 mil réis. Era mucho, considerando que, en esa época, el salario medio anual en una provincia rica, como Minas Gerais, no pasaba de 144 mil réis. Finalmente, la reforma electoral conducida por el consejero José Antonio Saraiva en 1881 estableció por primera vez el voto directo en las elecciones legislativas, acabando con la distinción entre votantes y electores. En contrapartida, excluyó a los analfabetos. Como resultado, el porcentaje de votantes, que fue del 10,8% del total de la población en 1872, cayó al 0,8% en 1886. Había casos de diputados que eran elegidos con poco más de un centenar de votos. «El mantenimiento de la participación popular en niveles bajos fue un rasgo constante de la lógica del sistema político», afirmó José Murilo de Carvalho. Esta lógica se mantendría en las primeras décadas del régimen republicano, también caracterizado por el diminuto número de votantes.

     Al construir un estado fuerte y centralizado, el Imperio consiguió vencer un primer desafío que, en la época de la Independencia, parecía insuperable: el mantenimiento de la integridad territorial y el control de las tensiones sociales y regionales, en especial las que atañían a los esclavos. Fracasaría, sin embargo, en el segundo y mayor desafío, el de forjar una nación capaz de integrar a todos los brasileños en «un cuerpo sólido y político» – según la expresión de José Bonifácio citada en el capítulo anterior. O sea, la tarea de la construcción de la ciudadanía. La esclavitud, el analfabetismo, la concentración de riquezas y la exclusión de la inmensa mayoría de la población del proceso electoral se mantendrían como marcas registradas del Imperio hasta las vísperas de su agonía final, en 1889.

     Con su peculiar capacidad para observar la realidad desde ángulos nuevos, el sociólogo pernambucano Gilberto Freyre afirmó: «La Monarquía (…) nunca aceptó de modo directo y franco el desafío del trópico húmedo a la civilización brasileña. Lo evitó siempre».

     Le tocaría a la República enfrentar ese segundo desafío – pero el precio pagado sería altísimo, como se verá más adelante en este libro.

Laurentino Gomes

III. El imperio tropical

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EL AÑO DE LA PROCLAMACIÓN DE LA República, Brasil tenía cerca de 14 millones de habitantes, el 7% de la población actual. De cada cien brasileños, solamente quince sabían leer y escribir su propio nombre. Los demás nunca habían frecuentado un aula. Entre los negros y esclavos recién liberados, el índice de analfabetismo era aún mayor, superior al 99%. Sólo uno de cada seis niños con edad entre seis y quince años iba a la escuela. En todo el país había 7.500 escuelas primarias con 300 mil alumnos matriculados. En los establecimientos secundarios, el número caía de forma dramática: apenas 12.000 estudiantes. Ocho mil personas tenían educación superior – una por cada grupo de 1.750 habitantes. A la agricultura le correspondía el 70% de toda la riqueza nacional, y la inmensa mayoría de la población se concentraba en el campo. Ocho de cada diez brasileños vivían en zonas rurales. El café dominaba la lista de las exportaciones. Sólo Brasil abastecía a cerca del 60% de la población mundial.

     Desde la época de la Independencia el país había hecho progresos significativos, aunque todavía muy allá de sus necesidades en algunos capítulos. Las fronteras estaban definidas y consolidadas, a excepción de un trecho en la región del Río de la Plata y del estado de Acre, que en 1903 sería comprado por Bolivia por 2,9 millones de libras esterlinas en una negociación conducida por el barón de Rio Branco. Al mantener intacto un territorio un poco inferior a la suma de todos los países europeos, los brasileños habían logrado una hazaña que ninguno de sus vecinos consiguió realizar. Brasil se mantuvo unido, mientras que la antigua América española se fragmentó en las guerras civiles de comienzos de siglo. Revueltas regionales y rebeliones separatistas, que hasta la mitad del siglo XIX amenazaron la integridad territorial, habían sido superadas con mucho sacrificio. Como si esto no fuera suficiente, el país había pasado también por otra experiencia traumática, la Guerra de Paraguay, el mayor de todos los conflictos armados de la historia de América del Sur.

     Iniciada en noviembre de 1864, la Guerra de Paraguay se entabló durante más de cinco años, hasta marzo de 1870. Segó la vida de centenares de miles de personas, entre ellas 33.000 brasileños. El precio más alto lo pagó, obviamente, Paraguay, el país derrotado. La población paraguaya, estimada en 406 mil habitantes al comienzo de la guerra, se redujo a la mitad. El coste económico también fue altísimo. Sólo del lado brasileño se gastaron 614 mil contos de réis, once veces el presupuesto del gobierno para el año de 1864, agravando un déficit que ya era grande y que el Imperio acarrearía hasta su caída.

     Brasil se vio forzado a entrar en conflicto por la ineptitud política y por la ambición desmedida del dictador paraguayo, Francisco Solano López. Determinado a ampliar el poder de su país en la región del Río de la Plata y construir una salida al Atlántico, Solano López apresó en Asunción a un navío brasileño sin previa declaración de guerra, invadió el norte de Argentina y la ciudad de Uruguaiana, en Rio Grande do Sul, y ocupó la región de Corumbá, en el Pantanal matogrosense. Sin opción de resolver las diferencias por la vía diplomática, sólo le quedó a Brasil defender sus intereses en los campos de batalla. La guerra sería más larga y extenuante de lo que se preveía. Al inicio de los combates, el Ejército brasileño era reducido y estaba mal organizado. Sus tropas sumaban 18 mil hombres contra un contingente paraguayo de 64 mil soldados reforzado por una retaguardia de veteranos calculada en 28 mil reservistas. El escenario desfavorable cambió gracias a una alianza hasta entonces considerada improbable, reuniendo rivales históricos – Brasil, Argentina y Uruguay – contra el enemigo común. La llamada Triple Alianza aniquiló las esperanzas de éxito de Solano López. En los años finales de la guerra, sin embargo, los brasileños lucharon prácticamente solos, bajo el mando del mítico Luís Alves de Lima e Silva, futuro duque de Caixas, toda vez que argentinos y uruguayos, envueltos en rivalidades internas, poco pudieron contribuir.

     Internamente, la guerra produjo algunos efectos colaterales importantes. Nunca antes tantos brasileños habían unido fuerzas en torno a una causa común. Gentes de todas las regiones tomaron las armas para defender al país. Se calcula que por lo menos 135 mil hombres fueron movilizados. Más de un tercio de ese total, cerca de 55 mil, formaba parte del llamado cuerpo de Voluntarios de la Patria, compuesto por soldados que se alistaron voluntariamente. En los campos de Paraguay, brasileños de color blanco lucharon al lado de esclavos, negros y mulatos, indios y mestizos. Ribereños de la Amazonia y sertaneros del Nordeste se encontraron por primera vez con gauchos, paulistas y catarinenses. El emperador Pedro II, llamado el «Voluntario Número Uno», se trasladó personalmente al frente de batalla, enfrentándose al frío y la intemperie en una tienda de campaña. Todo esto produjo un sentimiento de unidad nacional que el país no había conocido ni incluso en los tiempos de su Independencia. Los símbolos nacionales fueron reivindicados. El himno era tocado al embarcar las tropas. La bandera tremolaba al frente de los batallones y en los mástiles de los navíos.

     Finalizada la Guerra de Paraguay, el país entró en una fase decisiva de transformaciones. En el campo político, se reavivó la campaña abolicionista, a favor de la liberación de todos los esclavos. La resistencia de los hacendados y barones del café, que dependían de la mano cautiva para cultivar sus tierras, fue enorme, pero, también en este caso, brasileños de todos los colores y regiones acabaron uniéndose en torno a una misma aspiración, que llevó a miles de personas a las calles en la fase final del periplo. El resultado fue la Ley Áurea, que, firmada por la princesa Isabel el día 13 de mayo de 1888, puso fin a casi cuatro siglos de esclavitud. También como consecuencia de la guerra, el Ejército se fortaleció. La presencia de los militares como fuerza política en las décadas siguientes sería un factor decisivo para la caída de la Monarquía y la Proclamación de la República.

     En 1889, las regiones más distantes, mucho tiempo aisladas debido a la dificultad de acceso, habían sido topografiadas, ocupadas e integradas, gracias en buena parte a las nuevas tecnologías de transporte y comunicación. Había 9.200 kilómetros de vías férreas en funcionamiento y otros 9 mil en construcción. El volumen de cartas despachado por correo se triplicó entre 1881 y 1889. Este año, 55 millones de cartas de correspondencia oficial y privada transitaban por correo, número que llegaría a 200 millones diez años más tarde. El telégrafo, inventado a mediados de siglo, permitía enviar y recibir mensajes instantáneos a cualquier distancia. El total de líneas telegráficas se quintuplicó en una década y media, saltando de 3.469 kilómetros en 1873 a 18 mil en 1889. El número de mensajes telegráficos despachados anualmente saltó de 233 en 1861 a 528.161 en 1887, año en que los brasileños intercambiaron 7 millones de palabras por este nuevo medio de comunicación. La navegación costera a vapor, inaugurada en marzo de 1838, redujo a menos de la mitad el tiempo de viaje entre Rio de Janeiro y Belém, en Pará.

     El contacto con el resto del mundo también se modificó de forma significativa. En la época de los barcos de vela, un viaje entre Brasil y Europa duraba cerca de dos meses. Ése fue el tiempo que la flota del príncipe regente don João tardó en cruzar el Atlántico en 1808, de Lisboa a Salvador, huyendo de las tropas del emperador francés Napoleón Bonaparte. Ahora, con los barcos a vapor, era posible ir de Rio de Janeiro a Liverpool, en Inglaterra, en unos puntuales 28 días a bordo de los ágiles y confortables packet boats ingleses, nombre que, traducido al portugués, pasó a ser llamado paquete. Según el historiador Luiz Felipe de Alencastro, el viaje era hecho con tal precisión y regularidad que el buen humor carioca asoció el nombre paquete al ciclo menstrual femenino, igualmente de 28 días, de media. Hecho relevante de esta integración con el mundo fue la inauguración, el 22 de junio de 1874, del primer cable submarino uniendo Rio de Janeiro y Europa. Instalado en el edificio de la Biblioteca Nacional, el emperador Pedro II celebró el acontecimiento enviando telegramas al papa Pio IX, a la reina Victoria, de Inglaterra, al emperador Guillermo, de Alemania, al rey Víctor Manuel, de Italia, al presidente de los Estados Unidos, Ulysses Grant, y al presidente de Francia, mariscal Mac-Mahon.

     A mediados de siglo, poco antes de la Guerra de Paraguay, Brasil experimentó también algunos cambios en su mapa político. Amazonas, separada del vecino Pará, se convirtió provincia autónoma en 1850. En el sur, Paraná, hasta entonces la Quinta Comarca de São Paulo, también consiguió la autonomía en 1853. Otras tres provincias obtuvieron nuevas capitales: en Alagoas, Maceió fue promovida a sede del gobierno en 1839; en Piauí, Vila Nova do Poti sustituyó a Oeiras en 1852, siendo rebautizada con el nombre de Teresina en homenaje a la emperatriz Teresa Cristina, mujer de don Pedro II; y, finalmente, en Sergipe, Aracaju tomó el lugar de São Cristóvão en 1855.

     Capital del Imperio, con 522.651 habitantes, Rio de Janeiro aumentó su población nueve veces desde la llegada de don João y la familia real portuguesa. El puerto carioca era el más activo de Brasil. La renta de su aduana representaba el 32% de la recaudación total del Imperio. La ciudad que más creció en 1889, sin embargo, fue São Paulo, que llegaría a 239.820 habitantes en el Censo de 1900. Su población se multiplicó por diez en apenas cincuenta años, impulsada en gran medida por los nuevos inmigrantes extranjeros que llegaban a Brasil para sustituir en el trabajo a la recién abolida mano de obra esclava. Salvador, capital colonial hasta 1763, tenía 174.412 habitantes y presentaba un crecimiento estable, mientras que en Recife, con 111.556, la población declinaba a causa de la crisis de la industria azucarera.

     En la Amazonia, un fenómeno a tener en cuenta fue el crecimiento de Belém, que registraría 96.560 habitantes en el Censo de 1900, impulsado por la fiebre del caucho. Desde que el americano Charles Goodyear inventó el proceso de vulcanización, en 1839, el producto fue usado en la fabricación de mangueras, sombreros e impermeables, correas industriales y otros artículos. Su demanda aumentó aún más los años siguientes, con la eclosión de la industria automovilística, transformando los cauchales de la Amazonia brasileña en un inmenso El Dorado verde.

     En las grandes capitales, el paisaje urbano se transformó por completo. En algunas de ellas, las calles principales fueron iluminadas por farolas de gas, más eficientes que las antiguas linternas de aceite de ballena, de difícil mantenimiento y funcionamiento inseguro. El telégrafo contribuyó a la proliferación de los periódicos y a la más rápida circulación de noticias. La imprenta, que llegó tardíamente a Brasil con don João en 1808, pasó por una fase de rápida expansión en las décadas siguientes. En 1876 ya se publicaban cincuenta periódicos en Rio de Janeiro, más de cuarenta en São Paulo, treinta en Pernambuco, 27 en Bahia y 22 en Pará. El invento más reciente, el teléfono llegó a São Paulo, Salvador, Rio de Janeiro, Campinas y Porto Alegre en los últimos diez años del Imperio. Entre 1872 y 1895 también fueron instaladas redes de transporte urbano en Salvador, Rio de Janeiro, São Luís, Recife, Campinas y São Paulo. En 1887, siete líneas de tranvía transportaban un millón y medio de pasajeros al año en la capital paulista.

     Rio de Janeiro era el escaparate de todos los cambios. La ciudad se ajardinó en 1820, se adoquinó en 1853, se iluminó con gas en 1854, implantó el tranvía de tracción animal en 1859, la red de alcantarillado en 1862 y el abastecimiento domiciliario de agua en 1874. Los primeros tranvías eléctricos llegaron en 1892. El nombre del tranvía, bonde, derivó de la palabra inglesa bond, que era el cupón en papel que las concesionarias emitían para eludir la falta de cambio en el pago de los pasajes. Eran empresas extranjeras, como la americana Botanical Garden Railroad Company, cuyos coches unían el centro de la ciudad con la plaza del Largo do Machado. Al desembarcar en Rio de Janeiro, en 1883, viniendo del Sur, el periodista alemán Carlos von Koseritz, director del periódico Gazeta de Porto Alegre, quedó impresionado al observar que, allí, todo el mundo iba en tranvía, incluyendo ministros, diputados, senadores, barones y vizcondes. «No creo que exista otra ciudad en el mundo en que haya tantas líneas de tranvía», anotó Koseritz. «Es algo increíble como miles y miles de personas viajan aquí en tranvía. Toda la ciudad, desde Santa Teresa hasta Tijuca está, durante leguas, atravesada por líneas de tranvía en todas direcciones, y en todas se encuentran coches cada cinco minutos, y están siempre completamente llenos».

     Masón y agudo observador de la realidad brasileña, Koseritz había llegado a Brasil en 1851 como mercenario contratado para luchar en la guerra contra el dictador argentino Juan Manuel de Rosas. Cuando el barco atracó en el puerto de Rio Grande, en el litoral gaucho, desembarcó fingiéndose enfermo. Después, desertó y, a pie, caminó tres días hasta Pelotas, donde se estableció como editor de libros didácticos y de un periódico dirigido a la colonia alemana. En aquel tiempo Pelotas era la más rica de las ciudades gauchas. En el mercado local, se sacrificaban 300 mil bueyes grandes al año. La carne, sazonada y curada en los saladeros, servía de alimento para los esclavos en las plantaciones de café de São Paulo y Rio de Janeiro. Gracias a la prosperidad traída por los saladeros, la ciudad tenía un depósito de agua importado de Francia y calles adoquinadas y abastecidas por una red de gas canalizado. De una población de 20 mil personas, 9 mil eran esclavos.

     En 1883, ya con la condición de prestigioso editor y escritor, Koseritz tuvo la sensación de adentrarse en otro mundo al llegar a la capital del Imperio. Allí, nada tenía que ver con la realidad humilde y relativamente modesta observada en la provincia donde vivía. «Todo rueda y salta por las calles, haciendo sobre el pavimento de adoquines un barullo verdaderamente infernal», al cual contribuyen con sus pregones los «vendedores de frutas, periódicos, boletos y limpiabotas», observó el periodista alemán. «En las calles más transitadas», por donde circulan las personas elegantes, se oye «hablar casi tanto francés como portugués». Koseritz también quedó impresionado por el carácter alegre y despreocupado del pueblo carioca. A pesar de la esclavitud y de la pobreza, que aun dominaban el paisaje, en las calles se cantaba y se reía todo el tiempo. Las fiestas y los bailes eran frecuentes. La observación le llevó a una curiosa conclusión sociológica. Según él, en una tierra de clima tan generoso y ameno, difícilmente habría espacio para revoluciones sociales: «Un pueblo relativamente bien vestido y alimentado al cual el clima del país le permite, en caso de necesidad, dormir sobre un banco en un jardín público, no lanza dinamita, sino que bromea fácilmente, hace buenos y malos chistes y no respeta mucho las formas terrenas».

     Rio de Janeiro sorprendió a Koseritz por su aspecto cosmopolita. Las mujeres, que hasta poco tiempo antes tenían prohibido salir de casa, se veían por las calles con vestidos largos, sombreros y parasoles de colores. La Confitería Carceler vendía helado al precio de 320 réis el cucurucho, producido en una heladera importada de Estados Unidos. La calle Ouvidor concentraban los comercios más elegantes. Era un reflejo de Europa en el trópico, como indicaban los nombres de algunas de sus tiendas: La Belle Amazone, Notre Dame de Paris, Wallerstein et Masset y Desmarais. Los hombres vestían al estilo inglés. Las mujeres, al francés. Un anuncio de la empresa Buarque & Maya, propiedad de los ingenieros Manuel Buarque de Macedo y Raimundo de Castro Maya, ponía a la venta una novedad revolucionaria, las «máquinas de escribir», comercializadas en los Estados Unidos desde 1867:

     Con estas máquinas se escribe tres veces más deprisa que a mano. Su uso es hoy común en toda la Unión Americana, de donde toda la correspondencia viene escrita a máquina, lo que por sí solo constituye una prueba irrefutable de su gran ventaja.

     Otro anuncio, de 1851, divulgaba la subasta, en la calle Direita, de seis caballos europeos, «perfectamente adiestrados para silla, sin defectos ni vicios, mansos al punto de poder servir para montura de señora». Uno de ellos, llamado Waterloo, había sido ganador de carreras en el hipódromo de Somerset, en Inglaterra.

     Se almorzaba a las diez de la mañana y se cenaba a las cuatro de la tarde. Por la noche, un resopón, alrededor de las ocho. En los restaurantes más populares, el menú costaba 600 réis. Un vaso de refresco salía por 200 réis. El café, por 60 réis. Un plato típico era el compuesto por sopa, bistec, arroz con gallina, alubias, harina de mandioca, mermelada o dulce de higo y frutas. La vida nocturna era animada. Los teatros, siempre repletos, formaban parte del circuito de compañías y estrellas internacionales, como la cantante lírica italiana Adelaide Ristori, la más famosa de la época, que se hizo amiga y confidente del emperador Pedro II hasta su muerte.

     «De las ciudades que he visto, no conozco ninguna tan ruidosa como Rio», escribió Ina von Binzer, profesora alemana contratada para educar a los hijos de un rico caficultor del Valle del Paraíba, en una carta a su amiga Grete en vísperas de la Navidad de 1881. «Vendedores de agua, vendedores de periódicos (…), vendedores de caramelos, de cigarros, de helados; italianos pregonando pescado; organillos y otros instrumentos, sin tener en cuenta los innumerables pianos sonando ventanas afuera, todo esto alborota en calles estrechas, donde los sonidos estridentes se prolongan indefinidamente. (…) Completan esta fiesta de los oídos el estallido de petardos prendidos día y noche. (…) Además del ruido ensordecedor, (…) la suciedad y el desorden. Las aceras, principalmente en los barrios comerciales, están tan sucias como la calzada de las calles».

     También en Rio de Janeiro funcionaba la escuela más importante de Brasil. Era el Imperial Colegio Pedro II, creado en 1837. Tenía la prerrogativa exclusiva de conceder al alumno el valioso título de bachiller en Letras, un diploma difícil de obtener, pero que daba derecho a entrar automáticamente en cualquiera de las escasas escuelas de enseñanza superior existentes, como las prestigiosas facultades de Derecho de São Paulo y de Recife. Era, por tanto, la llave que daba entrada al restringido grupo social habitual de los salones de la Monarquía. En 1887, de los 569 alumnos del Pedro II, sólo doce recibieron el galardón de bachiller. El diploma era tan precioso que el emperador acompañaba personalmente los exámenes. «Era como si saliese del Imperial Colegio un pequeño príncipe. Con derecho a todas las dignidades que dependiesen de la inteligencia premiada por el saber humano», escribió el sociólogo pernambucano Gilberto Freyre.

     Como el alemán Koseritz, el periodista francés Max Leclerc encontró todo muy extraño al desembarcar en Rio de Janeiro a finales de diciembre de 1889. Según él, había una contradicción entre el paisaje y el clima de la ciudad, castigada por el sol inclemente del trópico, y la forma como las personas se vestían y se comportaban en las calles, intentando imitar la moda y las costumbres de Europa:

Bajo un clima abrasador, en una ciudad donde el termómetro alcanza fácilmente los 40 grados a la sombra, (…) los brasileños se obstinan en vivir y vestirse como si fuesen europeos. Trabajan durante las horas más calurosas del día, de las 9 de la mañana a las cuatro de la tarde, como si fuesen negociantes londinenses. Pasean por las calles vistiendo chaquetones oscuros, sombreros de copa alta y se someten al martirio con la más perfecta resignación. El problema es que, a pesar de las apariencias, no disponen de medios para vivir en el trópico. La municipalidad de Rio de Janeiro no garantiza siquiera el saneamiento adecuado de la ciudad, periódicamente asolada por la fiebre amarilla.

     En los meses de verano, la sede de la corte quedaba a merced de los comerciantes, los funcionarios públicos con cargos burocráticos, los esclavos recién liberados y la población más pobre. Quien era poderoso, rico o famoso se mudaba a Petrópolis, la ciudad imperial de paisaje europeo, clima ameno y agradable, asentada en la ladera de la sierra fluminense.

     La vida social en Petrópolis se repartía entre las mansiones de la nobleza, los hoteles de lujo y los paseos en coche, a caballo o a pie por las calles bien arboladas. El Hotel Bragança, inaugurado en 1848, tenía 92 habitaciones y un restaurante para 200 personas. Era el local preferido para fiestas, bailes y conciertos. Después venía el Hotel Oriental, del turco Said Ali, donde se hospedó el duque Maximiliano, primo austríaco de Pedro II, al visitar Brasil en 1859 – cinco años antes de ser coronado emperador de Méjico y ocho antes de ser fusilado por las tropas republicanas de Benito Juárez. El Hotel Orleans, inaugurado en 1883, reunía a la sociedad imperial después de la misa de los domingos. El Palacio de Cristal que, según observó el historiador Heitor Lyra, «nunca fue palacio ni nunca fue de cristal», era un regalo de don Pedro a la princesa Isabel. Se destinaba a exposiciones de horticultura. Había dos teatros, el Floresta y el Progreso, y una cervecería, la Bohemia, la más antigua del país, fundada en 1853 por el colono alemán Henrique Kremer. La Casa das Duchas reunía a clientela masculina para baños calientes. Uno de sus visitantes más asiduos era el mismo emperador Pedro II. La Crémerie Buisson ofrecía quesos y manteca frescos, importados de Europa.

     Esta isla de sofisticación europea estaba ubicada en medio de una densa y lujuriosa selva tropical brasileña, cuyas plantas y animales exóticos fascinaban a los viajeros extranjeros. Una carta de noviembre de 1867 enviada por la princesa Leopoldina, hija pequeña de don Pedro II, a su hermana mayor, Isabel, contaba que desde los aposentos del palacio imperial era posible oír «el concierto de los sapos» en la floresta vecina. Según ella, noches anteriores, el patio del palacio había sido visitado por un jaguar, que atacó a los animales domésticos. «Menos mal que el jaguar sólo comió gallinas», relataba la princesa, aliviada por el hecho de que sus conejos mascota habían sido perdonados por el animal salvaje.

     En los primeros años del reinado de don Pedro II, se empleaban dos días de viaje en barcazas y diligencias para llegar a Petrópolis. En la víspera de la Proclamación de la República, el recorrido era cubierto en apenas dos horas en los vagones del ferrocarril Mauá, inaugurado a mediados de siglo. Desde la estación de la playa Formosa, en el centro de Rio de Janeiro, se iba en tren convencional hasta el pie de la sierra fluminense. En ese punto, los viajeros hacían transbordo a un segundo tramo de ferrocarril de cremallera, equipado con un conjunto de engranajes y cables de acero que literalmente arrastraba locomotora y vagones hasta lo alto de la montaña, ya a la entrada de Petrópolis.

     La unión ferroviaria entre Rio de Janeiro y Petrópolis – la primera de Brasil – fue una iniciativa de Ireneu Evangelista de Sousa, barón y más tarde vizconde de Mauá, el hombre más rico y emprendedor de todo el Segundo Reinado. En 1867, la fortuna personal de Mauá estaba estimada en 115 mil contos de réis, un 18,5% superior a todo el presupuesto del Imperio para aquel año. Su patrimonio incluía 100 mil cabezas de ganado, diversas haciendas, diecinueve bancos en Brasil, Argentina, Uruguay, Inglaterra y Estados Unidos y un astillero, el de Ponta da Areia, en Rio de Janeiro, que construía 72 navíos al año, algunos de los cuales se podían ver en el río Amazonas, en la desembocadura del río de la Plata o cruzando la línea del Ecuador rumbo a Europa y a América del Norte.

     Dueño de fábricas, bancos y líneas de ferrocarril, Mauá era un personaje exótico en un país agrícola y hasta entonces dependiente de la mano de obra esclava. Su historia representa una encrucijada en los caminos del desarrollo de la economía brasileña. Mauá abogaba por una industrialización acelerada de Brasil, proceso en el que opinaba que el país estaba muy atrasado. Y los números confirmaban su tesis. En 1868, existían en Estados Unidos 353.863 industrias, contra apenas doscientas en Brasil. El ferrocarril norteamericano alcanzaba en esa época más de 50 mil kilómetros. La primera línea transcontinental, uniendo Nueva York, en el océano Atlántico, a San Francisco, en el Pacífico, quedó terminada en 1869. Inglaterra, un país del tamaño de la provincia de Ceará, ya tenía 5 mil kilómetros de ferrocarril, cuando Brasil, con un territorio 65 veces mayor, acababa de inaugurar su primera línea, en 1854, de unos escasos 14,5 kilómetros desde Rio de Janeiro a Petrópolis – y curiosamente para facilitar los desplazamientos de la corte en las vacaciones de verano, y no para explotar las riquezas de la tierra.

     Mauá fue a la quiebra en 1875, en buena parte debido a las dificultades de financiación para sus proyectos. Fue imposible convencer al Imperio para que abasteciera del capital necesario a sus grandes empresas industriales y de infraestructuras. Murió antes de cumplir los 76 años, el 21 de octubre de 1889, tres semanas antes de la Proclamación de la República, sin ver realizada la transformación que soñaba para el país. Profundamente dependiente de la agricultura de exportación, Brasil continuaría canalizando todos sus esfuerzos hacia los grandes cultivos. Ellos eran la base del sostenimiento del Imperio tropical. Y continuarían siéndolo de la República hasta por lo menos mediados del siglo XX.

     La sociedad brasileña era conservadora y patriarcal, fenómeno que se observaba con mayor nitidez lejos de las capitales. La vida social se regía por las misas, procesiones, ceremonias y fiestas religiosas. Hasta 1852, los días santos sumaban 41 festivos a lo largo del año. La aristocracia rural mandaba en todo. La realidad nacional en los años que antecedieron a la abolición de la esclavitud y a la Proclamación de la República podía ser resumida en una frase atribuida al senador gaucho Gaspar Silveira Martins:

     ¡Brasil es el café, y el café es el negro!

     El café produjo una drástica alteración en el eje económico del país. En los primeros doscientos años de la colonización, la riqueza brasileña se concentró en la región Nordeste, durante el llamado periodo del azúcar. Después migró a Minas Gerais, con la carrera del oro y del diamante que marcó la primera mitad del siglo XVIII. Por esa época, Francisco de Melo Palheta, sargento mayor de Pará, contrabandeó de un vivero de Cayena las primeras semillas y plantones de café, planta originaria de las tierras altas de Etiopía y hasta entonces cultivada en secreto en la Guayana Francesa. Después de aclimatadas en Belém, las plantas llegarían luego al Valle del Paraíba, entre Rio de Janeiro y São Paulo. Comenzó allí la fiebre del «Oro Verde». El producto, que en la época de la Independencia apenas representaba el 18% del total de la relación de exportaciones brasileñas, en 1889 ya alcanzaba el 68%, o sea, casi dos tercios del total. El número de sacos exportados saltó de 129 mil en 1820 a 5,5 millones en 1889.

     Dos grandes cambios demográficos marcaron también el periodo del café. El primero fue el traslado masivo de esclavos de la región Nordeste hacia el Sur o el Sudeste del país. Esta migración forzosa, que se verá con más detalle en el capítulo sobre los abolicionistas, comenzó alrededor de 1850, tras la aprobación de la llamada Ley Eusébio de Queiroz, que prohibió definitivamente el tráfico de esclavos de África a Brasil. Como la explotación cañera estaba en crisis en el Nordeste, los patrones comenzaron a vender a los hacendados del café de São Paulo y Rio de Janeiro la mano de obra cautiva que consideraban ociosa. Se creó de esta forma un intenso tráfico negrero interprovincial que continuó hasta la víspera de la aprobación de la Ley Áurea.

     El segundo fenómeno demográfico del ciclo del café fue la llegada de centenares de miles de inmigrantes europeos. La importación de colonos extranjeros era un proyecto antiguo, ya de la época de la corte de don João en Rio de Janeiro, pero había sido postergada debido a la abundancia de mano de obra esclava. Con la prohibición del tráfico en 1850, todo cambió. Los precios de los esclavos se dispararon. Incluso con el tráfico interprovincial, la escasez de mano de obra cautiva era cada vez mayor. Traer inmigrantes blancos para trabajar en los cultivos como trabajadores asalariados en lugar de los esclavos cobró carácter de urgencia. Entre 1886 y 1900 São Paulo recibiría 1 millón de inmigrantes europeos – casi el doble de toda la población esclava existente en el país el año de la Abolición. Sólo el estado de São Paulo concentró a más de la mitad de los inmigrantes, 529.187 en total.

     La inmigración extranjera llegó tarde a Brasil y en número mucho menor que el deseable porque el país nunca consiguió crear el ambiente para atraer a colonos libres. Paraíso del latifundio, Brasil tenía, en 1865, el 80% de sus áreas cultivables en las manos de los grandes propietarios. Ser dueño de tierras y esclavos era sinónimo de prestigio social y poder político, pero, en gran parte, eran haciendas improductivas, que en nada contribuían a la producción de riqueza. «El monopolio de la tierra para dejarla estéril y desaprovechada es odioso y causa de innumerables y gravísimos males sociales», criticó, en 1887, el carioca Alfredo d’Escragnolle Taunay, futuro vizconde de Taunay.

     Los abolicionistas como el pernambucano Joaquim Nabuco y el baiano André Rebouças defendían la creación de un impuesto territorial como forma de acabar con el latifundio improductivo y democratizar la propiedad de la tierra. Creían que esta medida, junto con la abolición de la esclavitud, elevaría el país a un nuevo escalón de desarrollo. «La una es el complemento de la otra», escribió Nabuco. «Nadie en este país contribuye a los gastos del Estado en proporción a sus haberes. El pobre cargado de hijos paga más impuestos (…) que el rico sin familia. (…) Acabar con la esclavitud no basta; es necesario destruir la obra de la esclavitud».

     El gobierno imperial resistió a todas las tentativas de cambiar este cuadro. Mientras duró la Monarquía, el impuesto territorial jamás consiguió la aprobación en el Congreso. En vez de buscar la «democracia agraria» soñada por Nabuco y Rebouças, Brasil hizo una reforma agraria al revés, concentrando aún más la tierra en manos de unos pocos propietarios. Al contrario que Estados Unidos, que, mediante el Homestead Act, una ley de 1862, autorizó la donación de tierras a todos los que en ella deseasen instalarse, en Brasil la Lei de Terras de 1850 levantó barreras a la adquisición de ellas por parte de los inmigrantes pobres que llegaban de Europa. Las tierras públicas fueron vendidas a la vista y a precios lo suficientemente altos para evitar el acceso a la propiedad por parte de los futuros colonos. Además, los extranjeros que tuviesen los billetes pagados para venir a Brasil tenían prohibido comprar tierras hasta tres años después de su llegada. Era una forma de obligarlos a trabajar en las haciendas en lugar de los esclavos antes de conseguir, con mucho esfuerzo, reunir los ahorros necesarios para comprar una pequeña propiedad. En la época de la aprobación del Homestead Act, los Estados Unidos ya habían atraído a más de 5 millones de inmigrantes, especialmente de Europa. En Brasil, el número no pasaba de 50 mil. Con las nuevas leyes de propiedad de la tierra, la diferencia aumentó aún más.

     Además de tardío, el proyecto de inmigración fue ejecutado, la mayoría de las veces, de forma improvisada, cuando no desastrosa. Uno de los primeros intentos aconteció por iniciativa del senador paulista Nicolau de Campos Vergueiro. Vergueiro había obtenido de la corona portuguesa donaciones de vastas extensiones de tierras en la región de Piracicaba, Limeira y Rio Claro, en el interior de São Paulo. En 1846, comenzó el asentamiento de inmigrantes europeos en su hacienda Ibicaba mediante un sistema cooperativo. Las primeras 364 familias vinieron de Baviera y Prusia, en la actual Alemania. Antes de partir de Europa, los colonos firmaban un contrato por el cual el hacendado se comprometía a pagarles los pasajes del barco, el transporte y la alimentación hasta el lugar de trabajo. A cambio, asumían el compromiso de cultivar los campos hasta resarcir enteramente al propietario de esos valores, pagando un 6% de intereses al año. Recibirían una parte de la producción de café, pero estaban obligados a venderla al propio hacendado por el precio que a él le conviniese y del cual serían detraídos los gastos de transporte y mejora de los granos, entre otros.

     Al llegar a Brasil, los inmigrantes se dieron cuenta de que las exigencias contractuales de Vergueiro los ponían en la situación de esclavos blancos. Como resultado, en febrero de 1857 una revuelta de extranjeros estalló en la hacienda Ibicaba. Los colonos alegaban que el hacendado les compraba el café a precios inferiores a los de mercado, pero al mismo tiempo les vendía mercancías a precios abusivos. Muchos de ellos, después de trabajar varios años, se encontraban más endeudados que en la época de su llegada a Brasil. El trato dispensado por los capataces era semejante al que imperaba en los antiguos poblados de esclavos negros.

     Algunos de estos inmigrantes volvieron a Europa, donde escribieron libros denunciando el fraude de la inmigración a Brasil. «Los colonos se hallan sujetos a una nueva especie de esclavitud, más ventajosa para los patrones que la verdadera, pues éstos reciben a los europeos a un coste más barato que el de los africanos», reclamó el suizo Thomas Davatz, en el libro Memorias de un colono en Brasil, en donde relata su experiencia de dos años en la hacienda Ibicaba. «No pasan de pobres desgraciados miserablemente expoliados, de perfectos esclavos, ni más ni menos».

     La culpa de tal situación, en opinión de Davatz, afectaba a los hacendados y también al gobierno imperial brasileño, que permitía la propaganda engañosa hecha por Brasil en Europa con el objetivo de atraer a inmigrantes pobres. «El trato miserable a los colonos en la provincia de São Paulo tiene su origen y su base no sólo en la forma de pensar y actuar propia de los hacendados, dueños de las colonias, sino también en la (…) de las altas autoridades públicas de Brasil», escribió. «El gobierno de ese país sustenta y hasta practica, aunque indirectamente, semejantes embustes».

     Las denuncias de malos tratos llevaron a algunos países, como Prusia, a prohibir la venida de inmigrantes a Brasil. En 1885, también el gobierno italiano publicó una circular en la que desaconsejaba a sus ciudadanos migrar a São Paulo, señalada como una región insalubre y peligrosa. «Estamos en un círculo vicioso», reclamaba el liberal pernambucano Holanda Cavalcanti, en 1850. «No podemos tener colonos mientras el país no se haga digno de ser habitado por hombres libres, mientras ellos no tengan la certeza de encontrar entre nosotros la felicidad, pero sin colonos no podemos hacer esto».

     Todas estas dificultades provenían de pasivos sociales, económicos y políticos que Brasil acarreaba desde su fundación. La construcción del país tras la Independencia había sido difícil y tortuosa. El Imperio era inmenso, diversificado, complejo, difícil de administrar. Por una parte, había un gran territorio, repleto de riquezas naturales y oportunidades. Por otra, esclavitud, analfabetismo, aislamiento y rivalidades políticas y regionales. «Amalgama muy difícil será la unión de tanto metal heterogéneo, (…) en un cuerpo sólido y político», escribía en 1812, de forma profética, el mineralogista José Bonifácio de Andrada e Silva, futuro Patriarca de la Independencia. Bonifácio creía que la única manera de evitar la guerra civil y mantener la integridad territorial era dotar al Brasil independiente con un «centro de fuerza y unidad» bajo un régimen de monarquía constitucional y el liderazgo del emperador Pedro I. Fue esta la fórmula imperial que triunfó en 1822. Su implantación, no obstante, costaría mucha sangre y sacrificio.

     Los nueve años del Primer Reinado habían sido de gran inestabilidad, marcados por el conflicto entre el Parlamento y la índole autoritaria de don Pedro I, por los escándalos de su vida personal y por la sospecha, por parte de los brasileños, de que el emperador se preocupaba más de los intereses de Portugal que de los de Brasil. Su abdicación, el 7 de abril de 1831, fue interpretada por muchos como la «nacionalización de la Independencia». Finalmente los destinos nacionales estaban en manos de los propios brasileños. La conducción del proceso, sin embargo, se cubría de dudas. La partida de don Pedro I para Europa, aunque celebrada en las calles, dejó un vacío de poder en el corazón del Imperio. En aquel momento, el heredero de la corona, Pedro de Alcántara, era un niño de apenas cinco años, edad insuficiente para asumir el trono. Mientras no alcanzase la mayoría de edad, el país sería conducido por regentes, hombres que gobernaban en nombre del futuro emperador.

     En el periodo de la Regencia, entre 1831 y 1840, Brasil fue testigo de un clima de excitación y libertades políticas sin precedentes. Líderes liberales, como el fluminense Evaristo da Veiga y el minero Teófilo Ottoni, que habían luchado contra el absolutismo de don Pedro I, defendían la reducción del poder monárquico, la ampliación de los derechos individuales y de la autonomía de las provincias. El padre Diogo Antônio Feijó, ministro de Justicia y después regente del Imperio, promovió una profunda reforma en las Fuerzas Armadas. El Ejército fue prácticamente disuelto. En su lugar se organizó la Guardia Nacional, bajo control civil, inspirada en las milicias de ciudadanos de la Revolución Francesa. La patria en armas celaría por su propia seguridad.

     Un segundo marco de descentralización fue el Código de Procedimiento Criminal de 1832, que creó una nueva jerarquía de jueces. La figura base era el juez de paz, magistrado local, sin formación en Derecho ni remuneración fija, elegido por un año, para juzgar pequeñas causas, contener los conflictos y velar por el orden. Tenía como auxiliares a los inspectores de manzana, vecinos designados para vigilar sectores con por lo menos 25 residencias. Según la ley, le correspondía al inspector de manzana, entre otras responsabilidades, «obligar a suscribir los términos del bien vivir a los vagabundos, mendigos, ebrios habituales, prostitutas alborotadoras, camorristas; que, de palabra o por acción ofendan las buenas costumbres, la tranquilidad pública y la paz de las familias». En 1834, el Acto Adicional a la Constitución, votado por la Cámara de los Diputados, amplió la autonomía de las provincias mediante la creación de las asambleas provinciales, con poderes para fijar los gastos locales y crear los impuestos necesarios para cubrirlos. El Consejo de Estado, órgano supremo del Poder Ejecutivo nacional, subordinado sólo al emperador, fue abolido.

     La experiencia, sin embargo, fracasó rápidamente. La debilidad del poder central se reveló incapaz de contener la agitación en provincias. Entre 1831 y 1848 el país fue sacudido por nada menos que 22 revueltas regionales. Fueron veinte en el periodo de la Regencia y dos más ya en el Segundo Reinado – la Revolución Liberal, ocurrida en 1842 en São Paulo y Minas Gerais, y la Praieira, de Pernambuco, en 1848. Sólo en Rio de Janeiro hubo cinco levantamientos entre 1831 y 1832.

     Las rebeliones durante la Regencia tuvieron un carácter difuso, con reivindicaciones a veces difíciles de entender. Nacieron casi todas de los grupos de población más humildes. En cierta forma, reflejaban un sentimiento de orfandad en el proceso de la Independencia de Brasil entre la población pobre y analfabeta. Brasil rompió sus vínculos con Portugal sin alterar la estructura social vigente hasta entonces. La esclavitud fue mantenida, tanto como el analfabetismo, el latifundio y la concentración de riquezas. Esa población dejada al margen del proceso tomó las armas en el periodo de la Regencia, aprovechándose de la debilidad del poder central y de las rivalidades entre los jefes regionales. «Las clases pobres de la población rural expresaban sus quejas contra cambios que no entendían y eran distantes a su mundo», observó el historiador Boris Fausto.

     La revuelta de los Cabanos, ocurrida en Pernambuco y Alagoas entre 1832 y 1835, movilizó a pequeños agricultores y sertaneros de la Zona da Mata y del Agreste. Luchaba por la vuelta de don Pedro I a Brasil y en defensa de la religión católica. Perdió fuerza con la noticia de la muerte del primer emperador, ocurrida en Portugal el día 24 de septiembre de 1834. Entre 1835 y 1840, Pará fue sacudido por la Cabanagem (que no debe confundirse con la de los Cabanos de Pernambuco). Belém, la capital paraense, fue tomada por indios y ribereños liderados por Eduardo Angelim, un cearense de 21 años. Los rebeldes propugnaban la independencia de Pará y también decían defender la religión católica. El número de muertos está calculado en 30 mil, equivalente al 20% de la población de la provincia, haciendo de la Cabanagem la más sangrienta de todas las revoluciones brasileñas del Imperio.

     En ese mismo periodo, Maranhão fue asolado por la Balaiada, movimiento que tenía como líderes al vaquero Raimundo Gomes, a Francisco dos Anjos Ferreira, hacedor de cestos, y a don Cosme, líder negro de esclavos huidos. Los rebeldes ocuparon la ciudad de Caixas, la segunda más grande ciudad de la provincia, pero fueron sitiados y derrotados por el entonces teniente coronel Luís Alves de Lima e Silva. Como recompensa por la victoria de las tropas imperiales, Lima e Silva consiguió el título de barón de Caixas (sería promovido a duque de Caixas tras la victoria en la Guerra de Paraguay).

     En Bahia, esclavos, blancos y negros libertos se enfrentaron en las calles de Salvador en la llamada Revuelta del Maliense, liderada por esclavos musulmanes en enero de 1835. Pedían la liberación de los cautivos musulmanes y la muerte de todos los blancos. Setenta personas murieron. Dos años más tarde, la Sabinada, liderada por el médico Francisco Sabino Álvares da Rocha Vieira, proclamó la independencia de la República Baiana, derrotada en marzo de 1838. Cerca de 1.800 personas murieron a lo largo de cuatro meses de lucha.

     La Revolución Farroupilha, en Rio Grande do Sul, fue una excepción en este cuadro de erupción en la base de la pirámide social brasileña. Duró de 1835 a 1845 y, al contrario que las demás rebeliones regionales, movilizó a los grupos más ricos e influyentes de la sociedad gaucha, en especial a la élite de los rancheros, productores del ganado de la provincia. Entre otras reivindicaciones, los hacendados gauchos protestaban por los impuestos cobrados a la producción de ganado y salazón, principal fuente de riqueza de la provincia. También se quejaban de la excesiva interferencia del poder central en sus negocios. Querían acabar con el arancel del ganado en la frontera con Uruguay, estableciendo la libre circulación de los rebaños que poseían entre los dos países. Algunos defendían el fin de la Monarquía y la proclamación de una República Federal en Brasil. Otros, los más exaltados, proponían incluso la creación de un estado independiente en el sur junto a los uruguayos. Por estas razones, la Farroupilha fue la revuelta que más amenazó la integridad territorial brasileña.

     Los farroupilhas tenían como líderes a los generales Bento Gonçalves y David Canabarro, ambos rancheros y veteranos de la Guerra Cisplatina, que concluyó con la independencia de Uruguay, en 1828. También contaban con el apoyo de algunos revolucionarios italianos refugiados en Brasil, entre ellos Giuseppe Garibaldi, que más tarde desempeñaría un papel vital en la unificación de Italia. La revuelta comenzó con la toma de la capital, Porto Alegre, el 20 de septiembre de 1835, fecha hasta hoy conmemorada en el calendario civil gaucho. Un año más tarde, el día 11 de septiembre de 1836, fue proclamada la República Rio-Grandense, bajo la presidencia de Bento Gonçalves y teniendo como capital la ciudad de Piratini. En 1839, los revolucionarios dirigidos por Garibaldi proclamarían también la República Juliana, en Santa Catarina.

     El gobierno imperial se enfrentó a la revolución gaucha mediante combates y también a través de concesiones a los farroupilhas. Nombrado comandante jefe del ejército en operaciones y presidente de la provincia en 1842, Caixas firmó la paz con el general Canabarro tres años más tarde. Según el acuerdo, los revolucionarios fueron amnistiados, y sus oficiales incorporados al Ejército nacional. El gobierno imperial asumió las deudas de la República de Piratini. Actual patrón del Ejército brasileño, Caixas fue el principal líder militar del Imperio desde los conflictos de la Regencia hasta el final de la Guerra de Paraguay. Por este motivo, pasó también a la historia con el título «El Pacificador». Murió en 1880.

     Las rebeliones mostraban que el experimento político brasileño post-abdicación del emperador Pedro I era demasiado inestable para ser dejado a su propia suerte. Era preciso establecer algún control sobre él. «Este Imperio se encuentra en vísperas de su disolución, o por lo menos de una crisis cuyo resultado no puede ser sino fatal», se asustó el representante inglés al observar el cuadro en septiembre de 1839. «La unidad de Brasil es apenas aparente», observó otro visitante extranjero, el conde Suzannet, al recorrer el país entre 1842 y 1843. «Todas las provincias están buscando su propia independencia».

     En esa misma época, el periodista conservador Justiniano José da Rocha afirmaba que la Monarquía representaba la única solución capaz de evitar la fragmentación territorial de Brasil. Era, por tanto, necesario dotar al trono de apoyo político. El fundamento estaría, según él, en el gran comercio y en la gran agricultura. «Dé el gobierno a esas dos clases toda la consideración, vincúlelas por todos los medios a la organización establecida, identifíquelas con las instituciones del país, y el futuro estará en gran parte consolidado».

     La receta prescrita por Justiniano José da Rocha dio origen al movimiento llamado Regreso, un retorno al viejo y exitoso modelo portugués de concentración total de poderes. El objetivo era devolver al gobierno central las prerrogativas que había perdido a favor de las provincias en la primera fase de la Regencia. Este periodo, iniciado con la investidura del regente Pedro de Araújo Lima, futuro marqués de Olinda, en 1838, marca la consolidación del Estado imperial en Brasil. «Fui liberal», se justificó ese mismo año, en tono de mea culpa, el minero Bernardo Pereira de Vasconcelos. «La libertad era nueva en el país, estaba en las aspiraciones de todos, pero no en las leyes, no en las ideas prácticas. (…) Hoy, sin embargo, es diferente el aspecto de la sociedad: los principios democráticos todo ganaron y mucho comprometieron; la sociedad, que hasta entonces estaba en riesgo por el poder, corre ahora el riesgo de la desorganización y la anarquía. Como entonces quise, quiero hoy servirla, quiero salvarla, y por eso soy regresista». A disgusto con la obra del Regreso, el también minero Teófilo Ottoni, político de convicciones republicanas, lideraría la Revolución Liberal de 1842, siendo vencido por Caixas en la batalla de Santa Luzia, Minas Gerais.

     Con el Regreso, el poder de las asambleas provinciales se redujo. La Guardia Nacional quedó bajo control del Ministerio de Justicia, que también pasó a nombrar a los magistrados. Los jueces de paz, elegidos localmente, perdieron los poderes de policía, transferidos a jueces y delegados nombrados por el poder central. El Consejo de Estado, brazo derecho del emperador, sería restituido en 1841. En él participaba la más fina flor de la aristocracia brasileña, hombres de gran saber, riqueza y experiencia política, encargados de orientar al monarca en sus decisiones.

     Símbolo máximo de la centralización fue la campaña por la anticipación de la mayoría de edad de Pedro II, a esas alturas aún un adolescente imberbe. «El emperador niño se convirtió en la esperanza de todos aquellos que, cansados de la experiencia de la Regencia, buscaban fórmulas para asegurar la supervivencia del Imperio en medio de la crisis», anotaron los historiadores Lúcia Maria Bastos Pereira das Neves y Humberto Fernandes Machado. Según la Constitución brasileña, el emperador sólo podía asumir el trono con dieciocho años. Era preciso, por tanto, reformar la ley antes de coronarlo. En abril de 1840, los liberales fundaron la Sociedad Promotora de la Mayoría de Edad del Emperador, en casa del sacerdote y senador cearense José Martiniano de Alencar, padre del futuro escritor José de Alencar. Contaban con el apoyo del mayordomo imperial Paulo Barbosa, en cuya casa, situada dentro de la Quinta da Boa Vista y del palacio de São Cristóvão, sucedieron las reuniones siguientes. El tutor, marqués de Itanhaém, estuvo igualmente de acuerdo con la idea.

     Presentado en la Cámara y en el Senado, el proyecto de anticipación de la mayoría de edad fue derrotado una vez más. Por esta razón, los jefes liberales decidieron llevar el asunto a las calles.

     Carteles pegados en las paredes y muros de Rio de Janeiro propagaban:

     Queremos a Pedro Segundo, aunque no tenga edad;

     La nación dispensa la ley, ¡y viva la mayoría de edad! 

     El día 22 de julio de 1840, el regente Araújo Lima, al frente de un grupo de diputados y senadores, llevó un manifiesto al joven Pedro II, pidiendo que aceptase ser aclamado emperador de inmediato. Aconsejado por sus tutores, el niño respondió sin titubear:

     – ¡Quiero!

     De esta forma, de espaldas a la Constitución, al día siguiente don Pedro II fue declarado mayor de edad y aclamado emperador ante las cámaras reunidas, episodio que pasó a la historia como «El Golpe de la Mayoría de Edad». Comenzaba ahí el largo Segundo Reinado, que sería interrumpido por otro golpe, el de la República, casi medio siglo más tarde, en la mañana del 15 de noviembre de 1889.

Laurentino Gomes

II. El golpe

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LA MAÑANA DEL 7 DE noviembre de 1889, un jueves, el abogado Francisco Glicério de Cerqueira Leite recibió por telégrafo en su gabinete de Campinas, en el interior paulista, un corto mensaje:

¡Venga ya!

     El remitente era Manuel Ferraz de Campos Salles, abogado, diputado provincial de São Paulo y futuro presidente de la República. A pesar de la enigmática apariencia del texto, Glicério conocía exactamente el significado del telegrama. Aquellos días, los republicanos paulistas andaban excitados por las noticias de Rio de Janeiro. Las informaciones más preocupantes habían llegado la víspera, el 6 de noviembre. Su portador era el poeta, periodista y profesor pernambucano José Joaquim de Campos da Costa de Medeiros e Albuquerque, futuro autor de la letra del Himno de la República. Medeiros e Albuquerque fue enviado a São Paulo por el paraibano y también periodista Arístides da Silveira Lobo con la misión de avisar a los líderes republicanos locales que la revolución iba a estallar en la capital en cualquier momento.

     Todavía con el telegrama en la mano, Glicério consultó su reloj. Como faltaba una hora para la salida del tren a São Paulo, no tenía tiempo de pasar por casa y cambiarse de ropa. Por eso, recurrió al teléfono, novedad tecnológica recién llagada a Brasil y ya disponible en Campinas. Así, consiguió pedir a su mujer que le preparase un equipaje para ocho días, pero, por precaución, no le contó el destino del viaje. Un mensajero le entregó la maleta con la ropa mientras iba camino de la estación.

     El abogado campinero – que hoy da nombre a la Bajada de Glicério, área degradada del centro de la capital paulista – llegó a São Paulo al caer la tarde e inmediatamente se reunió con Campos Salles y otro jefe republicano, el minero Bernardino José de Campos Júnior. La gravedad del momento exigía el máximo cuidado. Por eso, los tres – todos ligados a la masonería – pasaron la noche preparando un código secreto de comunicaciones para ser usado por Glicério cuando llegase a Rio de Janeiro. En el lenguaje cifrado que escogieron, determinadas letras serían sustituidas por símbolos que sólo los tres participantes en la reunión podrían descifrar. A la mañana siguiente, mal recuperado de la noche pasada en vela, Glicério se dirigió nuevamente en tren hacia la capital del Imperio, donde una semana más tarde participaría de uno de los acontecimientos más decisivos de la historia brasileña – la caída del Imperio y la Proclamación de la República.

     Al desembarcar en Rio de Janeiro, Glicério pudo comprender toda la dimensión de los acontecimientos. El ambiente era de tensión. La conspiración estaba por todos lados. Se conspiraba en las casas particulares, en las escuelas, en las redacciones de los periódicos, en los salones y en las confiterías de la calle Ouvidor, en las plazas públicas y en los teatros líricos. Se conspiraba principalmente en los cuarteles del Ejército. El clima entre los militares era de franca rebelión contra el gobierno. Se tramaba la destitución del gobierno liderado por el minero Alfonso Celso de Assis Figueiredo, vizconde de Ouro Preto, señalado como hostil a las Fuerzas Armadas. Una parte de la oficialidad más joven quería más que eso. Quería el cambio de Monarquía por República.

     A las once de la noche del 6 de noviembre, tres días antes de la llegada de Glicério a la capital, un grupo de militares se había reunido en la casa del teniente coronel Benjamin Constant Botelho de Magalhães, profesor de matemáticas de la Escuela Militar de Praia Vermelha y director del Instituto Meninos Cegos. El objetivo era tratar de los preparativos para la revolución. Entre ellos estaban el capitán Antônio Adolfo da Fontoura Mena Barreto, los tenientes Saturnino Cardoso y Sebastião Bandeira, el alumno de la Escuela de Guerra Aníbal Elói Cardoso y el alférez Joaquim Inácio Batista Cardoso. En la conversación, todos se manifestaron de acuerdo con el uso de las armas para deponer a la Monarquía. Se combinó un plan por el cual los participantes quedaban encargados de agitar los ánimos en los cuarteles, almacenar armamento y munición y trazar con detalle el golpe a ser dado en los días siguientes. En cierto momento, sin embargo, Benjamin Constant se mostró preocupado por el destino del emperador Pedro II.

     – ¿Qué debemos hacer con nuestro emperador? – preguntó. Se hizo un minuto de silencio, roto por el alférez Joaquim Inácio:

     – Exíliese – propuso.

     – ¿Y si se resiste? – insistió Benjamin.

     – ¡Fusílese! – sentenció Joaquim Inácio.

     Benjamin se asustó con tamaña sangre fría:

     – ¡Oh, qué  sanguinario es el señor! Al contrario, debemos rodearlo de todas las garantías y consideraciones, porque es nuestro muy digno patricio.

     Por una ironía de la historia, el «sanguinario» Joaquim Inácio Cardoso, entonces con 29 años, vendría a ser el abuelo de un futuro presidente de la República, el afable Fernando Henrique Cardoso. Para fortuna de Pedro II, el día 15 de noviembre prevalecería la posición de Benjamin. En vez de fusilado, como quería Joaquim Inácio, el emperador fue enviado al exilio.

     Hasta aquel momento, la conspiración era esencialmente militar, pero entre los republicanos civiles la agitación también era grande. Artículos en periódicos firmados, entre otros, por el abogado baiano Rui Barbosa de Oliveira y por el periodista fluminense Quintino Antônio Ferreira de Sousa Bocaiúva pregonaban abiertamente la República, objeto de animadas y ruidosas manifestaciones promovidas por el abogado Antônio da Silva Jardim y por el médico y periodista José Lopes da Silva Trovão. Algunos incitaban a los militares contra el gobierno imperial, como era el caso de los textos incendiarios del gaucho Júlio Prates de Castilhos en el periódico A Federação, de Porto Alegre, pero eran escasos los civiles que tenían conocimiento de la movilización real en los cuarteles. Sólo fueron informados de ella a comienzos de noviembre. Éste era el contenido del mensaje que Medeiros e Albuquerque llevó a São Paulo aquella semana.

     Dos días después de llegar a Rio de Janeiro, Francisco Glicério fue llevado por Aristides Lobo a presencia del mariscal alagoano Manoel Deodoro da Fonseca, en una reunión en la que también participaron Quintino Bocaiúva, Rui Barbosa, Benjamin Constant, el mayor Frederico Sólon de Sampaio Ribeiro y dos oficiales de la Marina, el almirante Eduardo Wandenkolk y el capitán de fragata Frederico Guilherme Lorena. A sus 62 años, con su vida marcada por los actos heroicos en la Guerra de Paraguay y sus sucesivas desavenencias con las autoridades imperiales, Deodoro era el depositario de todas las esperanzas de los conspiradores republicanos.

     El problema era que, a esas alturas, el mariscal estaba gravemente enfermo. Pasaba todo el tiempo en la cama. Se temía que muriese en cualquier momento. Glicério quedó impresionado por su aspecto al verlo por primera vez inmerso en una crisis de disnea, falta crónica de aire producida por la arterioesclerosis. Tirado sobre el sofá, envuelto en un camisón, el mariscal ni siquiera tenía fuerzas para vestir el uniforme. Su pecho jadeaba, y difícilmente conseguía hablar. El cuadro era tan desalentador que, según los cálculos del abogado campinero, Deodoro sobreviviría sólo algunas horas. Y, en este caso, las posibilidades de éxito de la revolución serían mínimas. Además de muy enfermo, el mariscal hasta aquel momento rechazaba asumir el liderazgo del movimiento contra el gobierno imperial. Menos animado estaba todavía en relación a la hipótesis de proclamar la República.

     Por estas razones, el encuentro de la noche del 11 de noviembre, lunes, aunque rápido, fue intenso. Benjamin Constant afirmó que no bastaba derribar al gobierno sin cambiar de régimen. La preservación de la Monarquía, según él, sólo serviría para agravar los problemas. Era preciso hacer la República. «Está probado que la Monarquía en Brasil es incompatible con un régimen de libertad política», argumentó Benjamin. «Para que la intervención del Ejército se legitime a los ojos de la nación y en el juicio de nuestras propias conciencias, es necesario que su acción se dirija a la destrucción de la Monarquía y a la proclamación de la República, recogiéndose después en sus cuarteles y entregando el gobierno al poder civil».

     Cuando terminó de hablar, se hizo un profundo silencio a la espera de una reacción de Deodoro. En las semanas anteriores, siempre que fue expuesto a tales argumentos, el mariscal optó por la precaución y por el retraso de las decisiones. Esta vez, para sorpresa de todos, su actitud cambió. Después de recuperar el aliento abatido una vez más por una crisis de disnea, comenzó a hablar pausadamente:

     – Yo querría acompañar al féretro del emperador, que está viejo y a quien respeto mucho.

     Hizo una pausa, como si le faltase el aire, pero rectificó enseguida, de forma categórica:

     – Benjamin, el viejo ya no controla, porque, si controlase, no habría este acoso contra el Ejército. Por lo tanto, no hay otro remedio ¡derribar la Monarquía!

     Tras una pausa más, añadió:

     – Él así lo quiere, hagamos la República. Benjamin y yo nos cuidaremos de la acción militar. Que el señor Quintino y sus amigos organicen el resto.

     E hizo el gesto de quien se lava las manos.

     Era la señal que todos esperaban.

     Hecha la división de tareas, cada uno se dirigió hacia su casa. Al día siguiente, mientras los militares se ocupaban de la revolución armada, los civiles comenzaron a organizar el futuro gobierno provisional republicano. Fue esto lo que trataron Quintino Bocaiúva y Francisco Glicério reunidos en casa de Aristides Lobo.

     Hasta aquel momento no se tenía certeza respecto de la fecha precisa de la revuelta. En las reuniones realizadas en la casa de Deodoro y Benjamin, los conspiradores trabajaron con dos posibilidades. La primera, más probable, sería la tarde del día 16 de noviembre, un sábado, cuando todos los ministros estuviesen reunidos con el vizconde de Ouro Preto. La segunda era el 20 de noviembre, el miércoles siguiente. Este día se reunirían por primera vez en Rio de Janeiro los diputados y senadores elegidos en agosto. La apertura de la nueva sesión legislativa contaría con la presencia del emperador Pedro II, de miembros de la familia imperial y de todo el gobierno. En cualquiera de las hipótesis, los militares rodearían el edificio, detendrían a los ministros, destituirían al gobierno y anunciarían el cambio de régimen.

     Todo parecía encaminarse hacia el desenlace dispuesto, pero el estado de salud de Deodoro sugería cuidados cada vez mayores. La tarde del 14 de noviembre, jueves, Glicério y Aristides Lobo caminaban por la plaza de São Francisco, en el centro de la ciudad, cuando vieron a Benjamin bajar de un tranvía. Era un hombre desolado:

     – Vengo de casa de Deodoro – les explicó el profesor y teniente coronel. – Creo que él no amanece, y si muere, la revolución está frustrada. Los señores son civiles, se pueden salvar; nosotros, militares, arrostraremos las consecuencias de nuestras responsabilidades. En las horas siguientes, sin embargo, los acontecimientos se precipitaron a tal velocidad que escaparon al control de los revolucionarios – y terminaron por sacar a Deodoro de la cama contra su propia voluntad.

     Mientras Glicério y Aristides se encontraban con Benjamin, un bulo comenzó a cobrar vigor en el centro de Rio de Janeiro. Se decía que el gobierno había ordenado la prisión de Deodoro y determinado la transferencia de varias unidades militares a otras regiones del país, en una tentativa de contener los focos de rebelión en los cuarteles. Se decía también que el vizconde de Ouro Preto planeaba disolver al Ejército y sustituirlo por la Guardia Nacional, supuestamente más fiel a la monarquía.

     Los rumores eran difundidos de forma intencionada en la calle Ouvidor – definida por el historiador Anfriso Fialho como «el corazón y los oídos de Rio de Janeiro» – por uno de los líderes del golpe en marcha, el mayor Frederico Sólon de Sampaio Ribeiro, futuro suegro del escritor Euclides da Cunha. Su objetivo era, obviamente, exacerbar los ánimos contra el gobierno. Aquella tarde, antes de salir de casa rumbo al centro de la ciudad, Sólon Ribeiro vestía pantalón y gabán marrones, sombrero de fieltro negro y gafas con montura azul. Creía que, con esta indumentaria civil, su actuación tendría más éxito que si apareciese usando el acostumbrado uniforme militar. Y, de hecho, fue lo que pasó. Desde la calle Ouvidor el rumor rápidamente llegó a los cuarteles y puso en funcionamiento la máquina de la revolución.

     Al caer la tarde de ese mismo día 14, el ministro de la Guerra, Rufino Enéias Gustavo Galvão, vizconde de Maracaju, recibió del mariscal alagoano Floriano Vieira Peixoto una nota premonitoria: «A estas horas debe Su Excelencia tener conocimiento de que se trama algo por ahí fuera; no le dé importancia; tanto como sea preciso, confíe en la lealtad de los jefes, que ya están alerta».

     Era una maniobra de encubrimiento, que transformaría a Floriano Peixoto en la figura más enigmática de la historia de la Proclamación de la República, como se verá en un capítulo más adelante. Ocupante de uno de los más altos cargos en la jerarquía militar del Imperio, el de ayudante general del Ejército, debía ser fiel al emperador y seguir las órdenes del gobierno del vizconde de Ouro Preto. Las informaciones actualmente disponibles, sin embargo, constatan que Floriano Peixoto en ese momento ya estaba implicado con los republicanos. Su nota al ministro de la Guerra era sólo un intento de dar a las autoridades una ilusoria sensación de seguridad mientras las tropas se preparaban para derribar al Imperio.

     Algunas horas antes de enviar la nota al ministro, Floriano tuvo un encuentro privado con Deodoro, su paisano de Alagoas, en el que hablaron del golpe planeado por Benjamín y los líderes civiles republicanos. El mariscal explicó a Floriano que, a su entender, todas las posibilidades de negociación con el gobierno estaban agotadas. Era el momento de la acción. Le anunció también que se pondría al frente de los insurrectos.

     – Si la cosa va contra los casacas, todavía tengo en casa mi vieja espingarda – se limitó a responder Floriano.

     «Casaca» era la forma peyorativa con la que los militares se referían a las autoridades civiles.

     Alertado al respecto de la nota de Floriano, el vizconde de Ouro Preto dio órdenes al jefe de policía, el consejero José Basson de Miranda Osório, para «descubrir la verdad de lo que tal vez se trama», según relataría después en sus memorias. Alrededor de las once de la noche, el ministro tuvo la confirmación de sus temores: el jefe de policía informaba que la Segunda Brigada del Ejército, acuartelada en São Cristóvão, marchaba para el Campo de Santana (actual plaza de la República, en la época también conocida como plaza de la Aclamación). Igualmente sublevados estaban el Primero y el Noveno Regimientos de Caballería y el Segundo Regimiento de Artillería.

     Intentando seguir mejor los acontecimientos, Ouro Preto salió primero hacia la Secretaría de Policía, situada en el centro de la ciudad. Llegando allí, mandó llamar a Floriano Peixoto, que le informó respecto del levantamiento del Segundo Regimiento de Artillería. El mariscal le dijo haber tenido conocimiento de la rebelión por un aviso que le había traído personalmente el ayudante de órdenes del comandante del batallón.

     – ¿Y por qué no lo detuvo? – le preguntó un sorprendido Ouro Preto.

     – Para ganar tiempo y poder prevenir – disimuló Floriano.

     Según el mariscal explicó al ministro, si el ayudante de órdenes no hubiese vuelto al cuartel, los militares sublevados, suponiendo que el gobierno estaba prevenido, se habrían puesto en movimiento más rápidamente, dificultando la reacción del gobierno. Ouro Preto discrepó nuevamente de la actitud de Floriano:

     – Es menester prender a los oficiales y soldados, separándolos convenientemente en las fortalezas y cuarteles – alertó. – ¡Le ordeno que así proceda, señor mariscal!

     Una vez más, el astuto Floriano disimuló, limitándose a decir que usaría toda la energía necesaria y que había tomado las «providencias necesarias».

     Cerca de las tres de la madrugada, Ouro Preto decidió trasladarse al Arsenal de Marina, cuyas instalaciones se distribuían entre la falda del cerro de São Bento, próximo al mar, y la isla de las Serpientes, sede del Mando Naval brasileño. Por precaución despachó un telegrama al emperador, que se encontraba en Petrópolis, dándole cuenta de la revuelta militar. El tono del mensaje, sin embargo, daba a entender que el ministro aún tenía el total control de la situación. «El gobierno toma las medidas necesarias para contener a los insubordinados y hacer respetar la ley», tranquilizaba. El emperador recibió este telegrama por la mañana, cuando, aparentemente, ya era tarde para reaccionar. La víspera de cumplir los 64 años, viejo y cansado, sufría de diabetes. Aquella noche, estaba tan debilitado como el mariscal Deodoro. Por eso, se había retirado más temprano. Quien recibió el telegrama de Ouro Preto fue su médico particular, Claudio Velho da Mota Maia, que estaba de vela en el palacio de Petrópolis, refugio de la familia imperial en los meses de verano. Al leer el mensaje, Mota Maia creyó que no era el momento de incomodar al monarca. Prefirió dejarlo dormir mientras el Imperio se sumergía en el abismo.

     Al amanecer del día 15, un viernes, ante las noticias de que más tropas rebeldes marchaban hacia el centro de la ciudad, el vizconde de Ouro Preto tomó una decisión más, de la que habría de arrepentirse durante el resto de su vida. Por sugerencia del ministro de la Guerra, se trasladó desde el Arsenal de Marina al Cuartel General del Ejército, situado en el Campo de Santana, vecino a la actual estación del ferrocarril Central de Brasil (en la época llamada de don Pedro II). Más tarde, Ouro Preto confesaría haber cometido un error estratégico fatal. El Campo de Santana era exactamente el punto de convergencia de las tropas rebeldes.

     Si hubiese permanecido en el Arsenal de Marina, el ministro habría estado mejor protegido que en el Cuartel del Ejército. Hasta aquel momento, la Marina se mostraba más fiel al gobierno imperial que el Ejército, este sí, el foco de toda la rebelión. Vecina al Arsenal y aislada del continente por un pequeño trecho de mar, la isla de las Serpientes, sede del Mando Naval, suponía un obstáculo para la llegada de los rebeldes y podría también ofrecer una vía de escape por la bahía de Guanabara, en caso de necesidad. O sea, en la hora más crítica de los acontecimientos, el vizconde de Ouro Preto se metió dentro de la cueva de los leones, donde su gobierno sería acorralado y destrozado junto con la Monarquía brasileña. «Fuimos miserablemente traicionados», se quejó después el ministro de Agricultura, Lourenço de Albuquerque. «Nos llamaron a esa ratonera a fin de que no pudiéramos organizar fuera la resistencia; ¡antes me hubiesen matado!».

     Al llegar al Cuartel General del Ejército, Ouro Preto fue recibido con informaciones cada vez más inquietantes. Varias guarniciones militares marchaban en dirección al Campo de Santana. A pesar de ello, las calles de las inmediaciones estaban desiertas. Ninguna tropa fiel al gobierno, ningún obstáculo o cordón de aislamiento, nada había sido movilizado para proteger al gobierno. En el patio interior del cuartel y en la plaza de enfrente, un número reducido de soldados se mantenía en actitud de completa indiferencia, con los brazos cruzados y las armas en posición de descanso, como si nada anormal estuviese pasando. «Quien contemplase aquellas fuerzas, supondría que se encontraban allí para un simple desfile o acompañamiento de procesión», describiría Ouro Preto en sus memorias. Desde allí despachó un segundo telegrama a don Pedro II, este en tono de urgencia:

Señor, dos batallones sublevados. Venga. Ouro Preto.

     La noticia del movimiento de las tropas cogió de sorpresa también a los líderes republicanos, entre ellos al mismo Benjamin Constant, que, en su casa, dormía tranquilamente cuando fue despertado alrededor de las tres de la madrugada por los tenientes Adolfo Pena y Lauro Müller. Al darse cuenta de que la revolución se había precipitado, despachó al teniente Pena con la misión de avisar a los civiles Quintino Bocaiúva y Arístides Lobo y a los comandantes Eduardo Wandenkolk y Frederico Lorena, de la Marina. Antes de salir de casa, le recomendó a su mujer:

     – En caso que te llegue la noticia de que fuimos vencidos, quema todos estos documentos. ¡Voy a cumplir mi deber!

     Después, de paisano, salió en carruaje con Lauro Müller al encuentro de Deodoro. Encontró al mariscal en la cama, envuelto en una crisis de disnea más. Deodoro oyó las noticias y prometió que, en cuanto mejorase un poco, iría a unirse a las fuerzas rebeldes. Por su apariencia, sin embargo, Benjamin juzgó que esto no acontecería y se dirigió al encuentro de las tropas en el cuartel de São Cristóvão. Al llegar allí, fue recibido con vivas por los militares e hizo un breve discurso:

     – Estoy en medio de mis amigos. Llegó el momento de que veamos quién sabe morir por la patria. Si somos vencidos, guardemos la última bala para salvarnos de la vergüenza del encarcelamiento.

     Seguidamente, cambió la ropa civil por el uniforme y se posicionó en medio de los soldados que se dirigían al Campo de Santana.

     Como el objetivo era deponer al gobierno, las tropas marchaban sin bandera. Despistado, sin embargo, el sargento Ignácio Teixeira da Cunha Bustamante, del Segundo Regimiento de Artillería, llevaba el estandarte imperial, que le había sido entregado por un oficial superior. Así formó con sus compañeros de uniforme, como siempre había hecho. Al llegar a la esquina de la calle Imperador con Figueira de Melo, alguien le alertó de que no estaba bien llevar un símbolo del Imperio en el momento de la destitución de la Monarquía. Bustamante se dio cuenta del desliz y, sin alternativa, enrolló la bandera y la lanzó dentro de la ventana de una casa de las inmediaciones.

     De otro caso pintoresco participó un grupo de estudiantes. Por indicación de Arístides Lobo, al caer la tarde del 14 de noviembre el estudiante de ingeniería Ildefonso Simões Lopes, presidente del Club Republicano Rio-Grandense, recorrió varios alojamientos estudiantiles del centro de la ciudad incitando a los moradores a que se dirigieran al cuartel del Segundo Regimiento de Artillería, donde recibirían armas y se incorporarían a las tropas sublevadas. La adhesión fue inmediata. Poco después de la medianoche, los estudiantes cogieron un carro y se dirigieron al cuartel. A cierta altura, no obstante, el carro se paró al lado de otro que venía en dirección contraria. Dentro de él estaba Frederico Guilherme Lorena, el oficial de la Marina que volvía de casa de Deodoro frustrado por el rumbo de los acontecimientos. Al ver a los estudiantes, Lorena anunció que la revolución se había pospuesto porque el mariscal, gravemente enfermo, tal vez no llegase con vida a la mañana siguiente. Y, sin la presencia de Deodoro, nada se podría hacer. Al oír el relato, los estudiantes se cambiaron de carro y, en compañía de Lorena, volvieron a sus alojamientos, perdiendo así la oportunidad de testimoniar la Proclamación de la República.

     El historiador Celso Castro, uno de los más importantes especialistas brasileños del tema, afirma que la mañana del 15 de noviembre «la gran mayoría de los soldados que integraban las tropas golpistas no era consciente de que se pretendía derribar a la Monarquía». Según él, ni siquiera algunos oficiales lo eran. Eran, por tanto, partícipes involuntarios del drama, llevados por sus superiores desde los cuarteles al Campo de Santana. Por esta razón, muchos de ellos se arrepentirían del papel desempeñado aquel día. Poco más de un mes después de la Proclamación de la República, el 18 de diciembre, estalló una rebelión de soldados en el Segundo Regimiento de Artillería, precisamente una de las unidades que habían participado en el golpe. Los soldados querían la restauración de la Monarquía y la vuelta de don Pedro II a Brasil. Todos fueron castigados, igual que los participantes en otras revueltas aisladas contra la República registradas en diferentes regiones del país.

     Amanecía el 15 de noviembre cuando el mariscal Deodoro consiguió, por fin, una tregua en la crisis de disnea que le hizo pasar la noche en vela. Aquella madrugada estuvo tan abatido que, para girarse en la cama, necesitaba la ayuda de dos oficiales, según contó más tarde su médico particular, Carlos Gross. «Deodoro proclamó la República sin mi consentimiento», afirmó Gross. Según él, durante la noche, Deodoro y su mujer, Mariana, habían tenido una áspera discusión. Preocupada, ella quería impedir por todos los medios que él saliese de casa. El mariscal, sin embargo, insistía en levantarse de la cama. Al final, con la mediación de otros familiares, se decidió que Carlos Gross tuviera la última palabra. Lo que el médico decidiese sería respetado por todos. «Si hubiera dependido de mi, él no habría salido», afirmaría Gross después. Eso no pasó por una ironía del destino: el soldado encargado de llamar al médico fue a buscarlo a una dirección equivocada. Pasó horas explorando la calle Quitanda, mientras que Gross vivía en la calle Ourives. Cuando finalmente lo encontró, era tarde. Contrariando las restricciones de su mujer, Deodoro ya había salido para encabezar las tropas contra el Imperio.

     Flaco y desfallecido, Deodoro se puso el uniforme, pidió que pusiesen el sillín de su montura dentro de un saco y tomó una carreta en compañía del alférez Augusto Cincinato de Araújo, primo suyo, para ir a encontrarse con las tropas. En la calle Senador Eusébio, a la altura del Gasómetro, vio a las fuerzas sublevadas que venían en dirección contraria mandadas por el teniente coronel João Batista da Silva Teres, teniendo a su lado a Benjamin Constant. Como todavía se sentía muy débil, continuó en la carreta el resto de la jornada.

     Al llegar cerca del Campo de Santana, el mariscal pidió montar su caballo, a pesar de las protestas de sus oficiales, temerosos de que el viejo comandante no tuviese fuerzas para mantenerse sobre el animal. Por precaución, el alférez Eduardo Barbosa le cedió el caballo número 6, considerado el menos fogoso de la tropa del Primer Regimiento de Caballería. Héroe involuntario de una casual elección, el pacífico animal sería el primer beneficiario de la República brasileña. Jubilado de la milicia por los relevantes servicios prestados al nuevo régimen, pasaría el resto de sus días sin hacer nada, viviendo confortablemente en el establo de su cuartel en Rio de Janeiro. Años más tarde, al recordar el episodio mientras posaba para el famoso cuadro del pintor Henrique Bernardelli en el que aparece sobre el animal, con el quepis en la mano, proclamando la República, Deodoro diría:

     – ¡Observen señores, quien se benefició en medio de todo aquello fue el caballo!

     La mañana del 15 de noviembre, para sorpresa general, un Deodoro transformado surgió ante oficiales y soldados tan pronto tomó su lugar en la silla del caballo número 6. Con voz firme y decidida, comenzó a dar órdenes y a organizar las tropas. En nada recordaba al anciano agonizante que Benjamin Constant y el capitán Lorena habían encontrado en la cama el día anterior. Bajo el mando del mariscal, seiscientos hombres armados con espadas, fusiles y dieciséis cañones se apostaron frente al cuartel donde estaban reunidos Ouro Preto y sus ministros. Era un número relativamente pequeño comparado con los 1.096 hombres que, reclutados a toda prisa, estaban encargados de proteger el edificio. Las fuerzas supuestamente leales al Imperio estaban constituidas por soldados del propio Ejército, marineros, bomberos y policías militares bajo el mando del general José de Almeida Barreto.

     Sin que el gobierno lo supiese, sin embargo, el general José de Almeida Barreto también estaba comprometido con los revolucionarios. Era, no obstante, un oficial sin la plena confianza de Deodoro. Por eso, al observar en la distancia la formación de las tropas delante del cuartel, Deodoro llamó a un oficial y determinó que llevase al general una orden para cambiar de posición y colocarse a su lado izquierdo. Pasados quince minutos, advirtió que Almeida Barreto aún no había cumplido la orden. Deodoro repitió la disposición y una vez más no fue atendido. Irritado, llamó nuevamente al oficial y estalló:

     – ¡Muchacho, ve a decirle a Barreto que haga lo que ya por dos veces le ordené, o si no que se meta la espada por el c…, porque no lo necesito!

     La frase de Deodoro, por su obvio contenido grosero, ha sido relatada cautelosamente en los libros de historia. El general Jacques Ourique, uno de los conspiradores de 1889, se refiere a una «frase impulsiva y vigorosa». Raimundo Magalhães Júnior, biógrafo de Deodoro, menciona «una exclamación violenta». El coronel Ernesto Senna cita el episodio dos veces en su libro Deodoro: subsídios para a historia. En ninguna de ellas, sin embargo, reproduce la palabra usada por Deodoro. En la primera, dice que el mariscal dio «un recado un tanto enérgico e indecente…». En la segunda, que Deodoro mandó a Barreto a meter «la espada… en la grasa». El historiador Heitor Lyra, biógrafo de don Pedro II y autor de cuatro volúmenes sobre la caída del Imperio, se acercó al grafismo de la palabrota, aunque de forma no totalmente explícita, como se ve en la frase reproducida arriba. El uso de reticencias indica que la expresión correcta era bien conocida por los testigos del acontecimiento.

     Controversias aparte, la frase funcionó bien. Esta vez, la orden fue cumplida al punto por el general Almeida Barreto que, al reposicionar sus tropas según la orden de Deodoro, dejó expuesta su adhesión al golpe republicano y la total fragilidad del gobierno ante las circunstancias.

     Inmediatamente comenzaron a aparecer los civiles, incluyendo al periodista Quintino Bocaiúva, que montaba un caballo también prestado por las tropas rebeldes. Una ausencia notable fue la del abogado Silva Jardim, uno de los hombres que en los meses anteriores más se implicaron en la propaganda republicana recorriendo el país para dar conferencias y fundar sociedades y periódicos favorables a la nueva causa. Adversario de Quintino Bocaiúva, Silva Jardim no fue avisado del movimiento de las tropas y perdió la oportunidad de testimoniar el momento más crucial de la Proclamación de la República. Por este motivo, se volvería un hombre amargado para el resto de su vida. Dos años más tarde, en un viaje por el sur de Italia, sufriría una muerte épica, tragado por el cráter del volcán Vesubio, en Pompeya. Su cuerpo nunca fue recuperado.

     Mientras que Deodoro cercaba el cuartel del Ejército, dentro del edificio el vizconde de Ouro Preto daba órdenes para que fuesen tomadas medidas enérgicas e inmediatas. Nadia parecía prestarle atención. A su lado, Floriano Peixoto mantenía una actitud de total serenidad, como si desconociera la gravedad de la situación. Entre tanto, el general Almeida Barreto, que el ministro creía responsable de su seguridad, pero que a esas alturas ya se había sometido a las órdenes de Deodoro, «paseaba y conversaba por los extensos soportales», como si estuviese en el más tranquilo de los días, según el relato de Ouro Preto.

     Fue entonces cuando Floriano Peixoto se adelantó e hizo saber a Ouro Preto que Deodoro le había pedido una «conferencia».

     – ¡Conferencia! – exclamó el ministro. – Mande S.E. a conminarlo para que se retire, y emplee la fuerza para hacer cumplir esta orden. ¡Esta es la única decisión del gobierno!

     En vez de seguir la orden de Ouro Preto, Floriano se alejó, fue hasta la balconada de la sala contigua, regresó, volvió a recorrer la balconada, después bajó por las escaleras, montó su caballo y desfiló ante las fuerzas dentro del patio, pero sin tomar ninguna medida para detener a los revolucionarios.

     En ese momento, apareció por una calle lateral el coche del ministro de Marina, José da Costa Azevedo, barón de Ladário. Venía a unirse al gobierno, ya reunido en el interior del edificio. Deodoro mandó que los tenientes Adolfo Pena y Lauro Müller lo prendiesen. Ambos oficiales se aproximaron al ministro cuando él salía del coche.

     – ¡Señor barón, S.E. está preso! – gritó el teniente Pena.

     En vez de rendirse, Ladário sacó una pistola y disparó en dirección al oficial, que replicó de inmediato. Ambos fallaron el tiro. Ladário sacó otra pistola y dio un segundo tiro. Falló nuevamente, pero esta vez fue alcanzado por cuatro disparos, que lo hirieron en varias partes del cuerpo. Desde lejos, Deodoro gritó:

     – ¡No disparen!¡No maten a ese hombre!

     Con la ropa empapada de sangre, Ladário buscó refugio en un comercio cercano, pero cayó a la calzada antes de llegar a la puerta del establecimiento. Llevado a un hospital, sobrevivió milagrosamente. Semanas más tarde, anunciaría su apoyo al nuevo gobierno provisional republicano.

     En la sala de los ministros, Ouro Preto continuaba lanzando órdenes:

     – Esa artillería puede ser tomada a la bayoneta – afirmó señalando las armas de los militares rebeldes.

     – Es imposible – alguien le respondió. – ¡Las piezas está colocadas de tal modo que cualquier ataque sería barrido por la metralla!

     – ¿Por qué dejaron entonces que tomasen tales posiciones? – se indignó el ministro. – En Paraguay, nuestros soldados se apoderaban de la artillería en condiciones mucho peores.

     Floriano, que volvía hacia allí desde abajo, cerró la conversación con una frase corta y reveladora de su postura:

     – ¡Sí, pero allí teníamos enfrente a enemigos, y aquí todos somos brasileños!

     Al oír la respuesta de Floriano, el ministro finalmente entendió que estaba solo. Resistir sería inútil. Ante esto, redactó allí mismo su tercer y último telegrama a don Pedro II en Petrópolis, en el que sellaba definitivamente la suerte de la Monarquía en Brasil:

Señor – El gobierno, sitiado en el Cuartel General de la Guerra, a excepción del Sr. Ministro de Marina, que consta encontrarse herido en una casa cercana, habiendo por más de una vez ordenado en vano, por medio del presidente del Consejo y del ministro de la Guerra, que se repeliese por la fuerza el requerimiento armado del Mariscal Deodoro pidiendo su destitución, y ante la declaración hecha por los generales vizconde de Maracaju, Floriano Peixoto y el barón de Rio Apa de que, por no contar con las fuerzas reunidas, no hay posibilidad de resistir con eficacia, deposito en las augustas manos de Su Majestad su petición de dimisión. La tropa acaba de confraternizar con el Mariscal Deodoro, abriéndole las puertas del Cuartel.

     Don Pedro II recibió el telegrama del vizconde de Ouro Preto alrededor de las once de la mañana. Al darse, finalmente, cuenta de la gravedad de la situación, decidió volver a Rio de Janeiro, ordenando que le preparasen un tren especial, que lo llevaría directo al centro de la ciudad.

     La decisión de don Pedro II es hasta hoy motivo de controversia. Una hipótesis muy discutida por los monárquicos durante los años siguientes fue que el emperador podría haber permanecido en Petrópolis. Desde allí estaba en condiciones de retroceder hacia Minas Gerais y eventualmente organizar la resistencia al golpe republicano. Esta hipótesis llegó a ser sugerida al conde d’Eu, marido de la princesa Isabel, el mismo día 15 de noviembre de 1889, por el ingeniero André Rebouças, abolicionista amigo de la familia imperial. Pero no fue tenida en consideración por un problema de comunicación. En ese momento, don Pedro ya estaba en el tren camino de Rio de Janeiro. Avisarlo para volver atrás sería prácticamente imposible. Mientras el monarca descendía la sierra, en el Ministerio de la Guerra el clima era de confraternización entre los vencedores y de completa desolación entre los perdedores.

     Poco después de las nueve de la mañana, Deodoro salió al patio del cuartel y determinó que se abriera el portón.

     – Presentad las armas – ordenó. – ¡Toquen el himno!

     En seguida, mandó que el teniente coronel Teles conminase al gobierno a rendirse. Al entrar en la sala, Teles fue recibido por el vizconde de Ouro Preto:

     – ¿Qué quieren los señores? – preguntó el jefe del gobierno.

     – Las brigadas quieren la retirada del gobierno – respondió el oficial.

     En ese instante, se oyó un gran clamor en el interior del edificio seguido del toque de clarines y salvas de artillería. Era Deodoro que, sin esperar la respuesta, subía al salón donde estaban los ministros. Cuando su imponente figura, de barba cerrada y ojos penetrantes, traspasó el umbral de la puerta, se hizo un profundo silencio. Todos parecían comprender la importancia de aquel momento.

     De pie, ante el gobierno, Deodoro dio un discurso impregnado de quejas. Explicó que había asumido el liderazgo del movimiento para vengar las injusticias y ofensas cometidas por el gobierno contra los militares. Dijo que sólo el Ejército sabía sacrificarse por la patria. Y que, a pesar de eso, era maltratado por los políticos, que sólo sabían cuidar de sus intereses personales. Afirmó que estaba enfermo, pero que, incluso así, había aceptado asumir el mando de las tropas porque no era hombre de retroceder ante peligro alguno. Temía solamente a Dios. Rememoró los servicios que había prestado en la Guerra de Paraguay, donde pasó tres noches y tres días combatiendo al enemigo dentro de un pantano, con la ropa empapada y el agua hasta la cintura – «sacrificio que Su Excelencia no puede evaluar», añadió, dirigiéndose al vizconde de Ouro Preto. Finalmente, anunció que todo el gobierno estaba destituido y que un nuevo gobierno sería organizado de acuerdo con una lista de nombres que él mismo llevaría al emperador.

     Este pequeño detalle indica que, hasta aquel momento, Deodoro aún no estaba totalmente convencido de proclamar la República. Si estuviese deponiendo a la Monarquía, y no sólo al gabinete encabezado por Ouro Preto ¿por qué iba a llevar una nueva lista de ministros para la aprobación del emperador? Es un enigma que hasta hoy día desafía a los estudiosos de la personalidad del mariscal y del papel crucial que desempeñó aquel día. Lo que dificulta el trabajo de los historiadores es la guerra de hechos entre monárquicos y republicanos que se estableció en los años siguientes. Hechos y mitos se mezclan en esa batalla por la verdad histórica. Cada lado se encargó de divulgar versiones contradictorias, de acuerdo con sus propios intereses. El alférez y más tarde mariscal Cândido Mariano da Silva Rondon, que estaba junto a Deodoro en aquel momento, contó haberlo oído gritar un viva al emperador Pedro II, aclamación habitual en aquella época. La misma historia fue relatada por el ministro de Chile en Rio de Janeiro en un despacho diplomático a su gobierno en Santiago. Deodoro nunca negó haber dado ese viva al emperador, pero la historia oficial republicana siempre se esforzó en ocultar el episodio.

     Objetivamente se sabe que Deodoro en ningún momento proclamó o dio vivas a la República y que en las horas siguientes se impondría como hecho consumado ante la incapacidad del poder imperial de resistir a su propia implosión. Al acabar el improvisado discurso, Deodoro afirmó también que todos los ministros podían retirarse a sus casas, a excepción de Ouro Preto y del consejero Cândido de Oliveira, ministro de Justicia, que quedaron presos allí mismo hasta nueva orden.

     Ouro Preto escuchó todo en silencio. Cuando Deodoro terminó de hablar, declaró:

     – No es sólo en el campo de batalla donde se sirve a la patria y por ella se hacen sacrificios. Estar aquí oyendo al mariscal, en este momento, no es menos que pasar algunos días y noches en un pantanal. Soy consciente de que decidió respecto a mi. Es el vencedor: puede estar satisfecho. Me someto a la fuerza.

     Deodoro le dio la espalda y descendió por las escaleras del cuartel. A pesar de enfermo y exhausto por los acontecimientos de las últimas horas, todavía tuvo fuerzas para montar a caballo y desfilar con la tropa por el centro de la ciudad.

     El clima entre civiles y militares rebeldes era de completa euforia, con un pero: faltaba proclamar la República. Deodoro, a pesar de haber mostrado firmeza al destituir al gobierno, aún no había anunciado formalmente el cambio de régimen. Todavía en el Cuartel General, en una tentativa de forzar una decisión del mariscal, Quintino Bocaiúva dio instrucciones a Sampaio Ferraz, un joven periodista y funcionario público, para que hiciese un pronunciamiento a favor de la República ante las tropas. Siguiendo las instrucciones, Ferraz se colocó ante las escuadras y gritó:

     – ¡Viva la República!

     Al oírlo, Deodoro determinó que se callase.

     – Aún es pronto – avisó el mariscal. – ¡No convienen, por ahora, las aclamaciones!

     Horas más tarde, mientras desfilaba al lado de Deodoro con las tropas por la calle Ouvidor, Benjamin Constant se encontró con Aníbal Falção, positivista y jefe republicano de Pernambuco, y le alertó:

     – Levanten al pueblo. ¡La República no está proclamada!

     En unas declaraciones años después, Falção confesó que, al oír la revelación «del maestre», fue invadido por un «verdadero asombro» y «un sentimiento de angustia que, en aquel momento, oprimió mi corazón».

     Angustiado también estaba Benjamin Constant con la idea de que la tan esperada oportunidad de proclamar la República se perdiese en caso de que Deodoro no tomase una determinación. El mariscal, sin embargo, lo oía todo en silencio, sin responder nada. Terminado el desfile, volvió a la modesta casa en que vivía, frente al Campo de Santana y a pocos metros del lugar donde había destituido al gobierno. Extenuado, cayó en la cama. Mariana, su mujer, se apostó en la puerta del cuarto y no permitió que nadie más se acercase al mariscal.

     La República tendría que esperar.

     Al oír de Benjamin Constant la noticia de que la República aún no estaba proclamada, Aníbal Falção corrió para la redacción del periódico Cidade do Rio, propiedad del abolicionista José do Patrocínio. Allí, en compañía del mismo Patrocínio y de otros dos líderes republicanos – Pardal Mallet y Silva Jardim – redactó apresuradamente la única proclamación formal de la República oída aquel día. «Era necesario un movimiento popular, audaz y rápidamente organizado a fin de que, antes de cualquier deliberación del gobierno (…), fuese proclamada la República», explicó más tarde Falção.

     La moción, escrita de forma tortuosa por Falção en el diario de Patrocínio, iba dirigida a los «Señores representantes del Ejército y de la Armada Nacional». Anunciaba que «el pueblo, reunido en masa en la Cámara Municipal, hace proclamar, en forma de ley aún vigente, por el concejal más joven (el propio Patrocínio, entonces con 36 años), tras la gloriosa revolución que ipso facto ha abolido la Monarquía en Brasil – el gobierno republicano». Añadía que «los abajo firmantes», nombrados «órganos espontáneos de la población de Rio de Janeiro», estaban «convencidos de que los representantes de las Clases Militares, que virtualmente ejercen las funciones de gobierno en Brasil, sancionarán este acto».

     «El pueblo en masa reunido en la Cámara Municipal» no pasaba, en realidad, de media docena de periodistas e intelectuales.

     Concejal y líder abolicionista negro nacido en Campos dos Goytacazes, hijo bastardo de un cura con una esclava, José do Patrocínio era una figura controvertida. Hasta la víspera del 15 de noviembre, se había declarado súbdito fiel y aliado de la princesa Isabel. A él se le atribuía el título de «La Redentora» dado a la princesa después de la firma de la Ley Áurea, el 13 de mayo de 1888. Entusiasta de la abolición, que tanto defendió, Patrocínio también ayudó a crear una «guardia negra», compuesta por esclavos libertos, mulatos y capoeiras, con el objetivo de defender los derechos de la princesa y asegurar el Tercer Reinado después de la muerte del emperador Pedro II. Estas convicciones monárquicas, sin embargo, desaparecieron todas la tarde del 15 de noviembre, cuando Patrocínio decidió asumir la gloria efímera que Deodoro parecía rechazar. Él sería uno de los muchos republicanos de última hora que Brasil habría de conocer en aquellos tumultuosos días. Concluido el texto de la moción, el grupo se dirigió a la Cámara Municipal. La repentina ceremonia de Proclamación de la República aconteció alrededor de las seis de la tarde. Ante la falta de símbolos genuinamente brasileños que representasen al nuevo régimen, se hizo necesario improvisar. Se cantó la Marsellesa, el himno nacional de Francia, y se izó una bandera cuyo diseño imitaba los trazos del estandarte de los Estados Unidos de América, sustituyendo los colores azul y blanco de las franjas horizontales por los colores verde y amarillo. Esta bandera, originalmente utilizada por el Club Republicano Lopes Trovão, sería más tarde sustituida por la actual, con la expresión «Ordem e Progresso» inspirada en los ideales del Apostolado Positivista, grupo de seguidores del filósofo francés Auguste Comte, que propugnaba una dictadura republicana como solución para Brasil.

     Después de la ceremonia en la Cámara Municipal, los manifestantes se dirigieron a la casa de Deodoro. Pretendían entregarle la moción redactada en el periódico de José do Patrocínio. Como el mariscal estaba en la cama, impedido por su mujer para recibir visitas, le cupo a Benjamin Constant atenderlos. Después de oírlos, Benjamin, ahora más cauteloso que en el momento en que desfilara con las tropas por el centro de la ciudad, afirmó que «el gobierno provisional sabría tener en cuenta la manifestación de la población de Rio de Janeiro». Por fin, anunció que, en el momento oportuno, la nación sería consultada sobre el cambio de régimen. El manifiesto que el gobierno provisional divulgó aquella noche, firmado por Deodoro, anunciaba que el Ejército y la Armada habían decretado la destitución de la familia imperial y el fin de la Monarquía, pero en ningún momento mencionaba la palabra república. La consulta prometida por Benjamin Constant sólo ocurriría un siglo después. En abril de 1993, o sea, 103 años después del 15 de noviembre de 1889, los brasileños finalmente fueron llamados a decidir en plebiscito nacional si Brasil debía ser una monarquía o una república.

     Venció la República.

Laurentino Gomes

Clandestino

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Sólo voy con mi pena,
sola va mi condena,
correr es mi destino
para burlar la ley.

Perdido en el corazón
de la grande Babilón,
me dicen el clandestino
por no llevar papel.

Para una ciudad del norte
yo me fui a trabajar,
mi vida la dejé
entre Ceuta y Gibraltar.

Soy una raya en el mar,
fantasma en la ciudad,
mi vida va prohibida
dice la autoridad.

Sólo voy con mi pena
sola va mi condena,
correr es mi destino
por no llevar papel.

Perdido en el corazón
de la grande Babilón,
me dicen el clandestino,
yo soy el quiebra-ley.

Africano clandestino,
colombiano clandestino,
y el cubano clandestino,
marihuana ilegal.

Sólo voy con mi pena,
sola va mi condena,
correr es mi destino
para burlar la ley.

Perdido en el corazón
de la grande Babilón,
me dicen el clandestino,
yo soy el quiebra-ley.

Africano clandestino,
colombiano clandestino,
y el cubano clandestino,
marihuana ilegal.

Quienes miran a Cartagena través del estenopo

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Felicidad post revelado. Foto: Rafael Bossio | Canal Cultura

En esto hay un acto magia, es como un truco del mago que en este caso es el fotógrafo.

Por Laura Romero De La Rosa* para Canal Cultura 

El mar no siempre tiene relación con el cliché “lugar paradisíaco”, tal vez para los que tienen privilegios y es sinónimo de ingresos, sin embargo, existen aquellos, que al estar rodeados de agua salada es “aislamiento”. Como sucede con el corregimiento de Tierrabomba,  la más grande de islas pertenecientes a la zona insular de Cartagena, el hogar de aproximadamente 9 mil habitantes y lugar que se ha vuelto diamante en bruto para la explotación turística hotelera.

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La firme intención de visitar la isla por unas horas para un taller de fotografía y subir esa lancha tragándome el temor durante los escasos 15…

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El Realismo Mágico visto por sus autores más importantes

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«Vivo muy abierta porque en mi vida y en mi trabajo siento que hay muchas dimensiones de la realidad».

Por Canal Cultura 

¿Puede la realidad coexistir con la fantasía? En literatura sí y lo hace desde mediados del siglo XX cuando nacieron las primeras obras categorizadas bajo el término ‘Realismo Mágico’. Caracterizadas por la influencia del surrealismo europeo y el psicoanálisis que hace hincapié en los sueños, la literatura del ‘Realismo Mágico’ ofrece realidades exageradas que rayan en la fantasía, y se ve influenciado por los mitos y leyendas propios de las culturas indígenas y precolombinas. Pero, ¿qué hay de los autores más importantes de este género? A continuación un análisis sobre los mismos:

Isabel Allende abierta a la existencia de dimensiones alternas a la realidad

La autora chilena –considerada una de las mujeres escritoras más exitosas del mundo, según Cosas de Mujer– encabeza…

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