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3. Aclamação do rei Dom João VI no Rio de Janeiro

LOS SUEÑOS DE LOS BRASILEÑOS DE 1822 eran grandiosos. Querían liberarse de tres siglos de dependencia de Portugal y levantar en América un vasto imperio – uno de los mayores que la humanidad había conocido hasta entonces. El nuevo país que pretendían organizar se desdoblaba desde las profundidades de la selva Amazónica, casi en la franja de la cordillera de los Andes, hasta las planicies de las pampas del Sur, dibujando en el camino una línea de casi 10 mil kilómetros de litoral, treinta veces la distancia entre París y Londres, las dos grandes capitales europeas de la época. Con más de 8 millones de kilómetros cuadrados de superficie, tenía casi el tamaño del territorio europeo y era más grande que el área continental de los Estados Unidos. Dentro de él la diminuta metrópoli portuguesa cabría 93 veces. Los problemas, no obstante, eran proporcionales al tamaño de esos sueños.

 

     Quien observase Brasil en esa época tendría razones de sobra para dudar de su viabilidad como país. La víspera del Grito del Ipiranga, Brasil lo tenía todo para resultar fallido. De cada tres brasileños, dos eran esclavos, negros libertos, mulatos, indios o mestizos. Era una población pobre y carente de todo. El miedo a una rebelión esclava revoloteaba como una pesadilla para la minoría blanca. Los analfabetos sumaban más del 90% de los habitantes. Los ricos, aunque muy ricos, eran pocos y, en su mayoría, ignorantes. Había una pequeña élite intelectual, bien preparada en la Universidad de Coimbra, pero también estaba dividida por divergencias políticas entre monárquicos absolutistas y constitucionalistas, conservadores y liberales, republicanos y federalistas, entre otras corrientes. El aislamiento y las rivalidades entre provincias predecían una guerra civil que podría resultar en una fragmentación territorial, como ocurría en las colonias vecinas de la antigua América Española.

 

     Junto a la bancarrota, el nuevo país no tenía ejército, barcos, oficiales, armas o municiones para sustentar la guerra por su independencia que se anunciaba larga, cara y extenuante. En Bahia, campo de batalla decisivo en esa guerra, en 1822 el pago del sueldo de oficiales y soldados estaba atrasado dos meses por falta de dinero en las arcas de la provincia. Los cañones, decrépitos y sin munición, no funcionaban. Los soldados iban descalzos y llevaban espingardas para matar pajaritos. En Portugal, la situación también era de dificultades, pero de allá cada día llegaban noticias de nuevas precauciones destinadas a ahogar a los dispersos partidarios de la independencia brasileña. La metrópoli movilizaba recursos para proteger sus intereses en América. Sus tropas ya existentes en Brasil estaban mejor entrenadas y organizadas que las precarias y, en rigor, todavía inexistentes fuerzas armadas locales.

 

     “A primera vista, las posibilidades de éxito parecían muy remotas: el tesoro estaba vacío y el país, dividido, mientras que Portugal conseguía préstamos y aumentaba sus fuerzas con navíos y hombres”, escribió el historiador británico Brian Vale en el libro Independence or Death, sobre la Guerra de Independencia brasileña. “Sería una cuestión de tiempo el que los brasileños fueran subyugados. Sólo asumiendo el control de los mares podrían cortar las rutas de abastecimiento portuguesas, expulsar sus tropas y asegurar la independencia del territorio. Pero ¿cómo? Brasil no tenía Marina de guerra, barcos o provisiones ni oficiales o marineros fiables”.

 

     Al regresar a Lisboa en abril de 1821, el rey don Juan VI dejó atrás un Brasil profundamente transformado por las decisiones que había tomado en sus trece años de permanencia en Rio de Janeiro, como se verá más detalladamente en el próximo capítulo. Su última disposición antes de partir, sin embargo, resultó desastrosa para Brasil, que intentaba dar los primeros pasos como nación independiente. El rey mandó vaciar las arcas del Banco de Brasil y empaquetar de prisa el oro, los diamantes y otras piedras preciosas guardadas en el tesoro. Creado en 1808 para financiar los gastos de la corte, el banco ya estaba mal de las piernas. Su patrimonio apenas cubría un quinto de los títulos y billetes que emitió en ese periodo. Sin reservas, quebró tres meses después de la partida del rey. Entre julio de 1821, fecha en que dejó de cumplir sus compromisos, y 1829, año en que finalmente fue liquidado por don Pedro I, funcionó como un negocio arruinado sin crédito alguno en el mercado.

 

     Por eso, al asumir el gobierno en la condición de príncipe regente nombrado por su padre, don Pedro encontró los cofres vacíos. Los gastos públicos sumaban 5.600 contos de réis, cerca de 300 millones de reales en valores de hoy, lo que representaba más del doble de la recaudación de impuestos en las provincias que reconocían su autoridad. O sea, por cada real ingresado, don Pedro gastaba dos. Para pagar la deuda serían necesarios, por tanto, dos años de recaudación de impuestos, sin gastar nada más, lo que obviamente era imposible, porque el nuevo país tenía todo por hacer y estaba cercado de amenazas por todos lados. Como resultado, en diciembre de 1821, la deuda nacional alcanzaba 9.800 contos de réis, cerca de 1,9 millones de libras esterlinas o 600 millones de reales actuales, valor que se triplicaría en los cinco años siguientes a medida que un gobierno frágil y desesperado ordenaba gastos sin tener de donde sacar.

 

     “De ninguna parte viene nada”, se quejaba don Pedro a don Juan VI, en septiembre de 1821. “Todas las instituciones y secretarías se pararon; los que comen de la nación son innumerables […], no hay dinero […], no sé lo que he de hacer”. El príncipe también protestaba por la corrupción y los desmanes en la administración del dinero público. Acusaba a los directores del fallido Banco de Brasil de haber contribuido a quebrar la institución. “El banco, lo devaluaron sus dilapidadores, que son los mismos que lo administraban”. En una carta del 17 de julio había dicho: “No hay mayor desgracia que esta en que me veo, que es desear hacer el bien y arreglar todo y no tener con qué”.

 

     En otra carta, escrita el 24 de junio de 1821, el joven príncipe, de apenas 22 años, se mostraba asustado con los desafíos que la historia le imponía. Imploraba a su padre que lo dispensase del cargo y lo llamase de vuelta a Portugal: “Pido a Su Majestad que cuanto antes me haga partir”. Tres meses después, el 21 de septiembre de 1821, por tanto, un año antes del Grito del Ipiranga, repetía la súplica: “Pido a Su Majestad, por todo cuanto hay de más sagrado, que quiera dispensarme de este empleo que seguramente me matará por los continuos y horrorosos debates que tengo, unos ya a la vista, y otros mucho peores para el futuro”.

 

     En el esfuerzo de comprar navíos, contratar oficiales y marineros mercenarios y mantener encendida la esperanza de vencer a Portugal en la guerra por la independencia, el gobierno tomó dos medidas. Una de ellas fue, a ejemplo de la metrópoli, recurrir a préstamos internacionales. Los dos primeros, contraídos en 1824 y 1825, totalizaron 3.685.000 libras esterlinas, aproximadamente 1,2 billones de reales en valores de hoy, pero solo 3 millones de libras entraron de hecho en los cofres nacionales. El resto fue retenido por los bancos como prima de riesgo y pago de intereses anticipados. El nuevo país ya nacía endeudado y así permanecería los dos siglos siguientes.

 

     La segunda medida implicó una práctica también conocidísima por los brasileños hasta hace algunos años: la inflación. El tesoro compraba planchas de cobre por 500 a 600 réis la libra (poco menos de medio kilo) y acuñaba monedas con un valor facial de 1.280 réis, más del doble del coste original de la materia prima. O sea, era dinero podrido, sin consistencia, pero ayudaba al gobierno a pagar sus gastos y deudas a corto plazo. Don Pedro había aprendido la astucia de su padre, don Juan, que también recurrió a la fabricación de dinero en 1814 al percibir que los recursos públicos serían insuficientes para cubrir los gastos de la perdularia corte que había cruzado el Atlántico en 1808.

 

     En esa época, el patrón monetario internacional eran las monedas de plata del peso español, también conocidas como silver dollar (dólar de plata). Hasta la llegada de la corte portuguesa, una moneda de plata valía en Brasil 750 réis portugueses. En 1814, sin embargo, don Juan mandó derretir todas las monedas guardadas en Rio de Janeiro y acuñarlas de nuevo con un valor facial de 960 réis. O sea, de un día para otro la misma moneda pasó a valer un 28% más. Con ese dinero milagrosamente revalorizado, don Juan pagó sus gastos, pero el cambio luego fue notado por el mercado, que rápidamente reajustó el valor de la moneda para reflejar la devaluación. La libra esterlina que hasta entonces era cambiada por 4 mil réis paso a ser cotejada a 5 mil réis. Los precios de los productos en general subieron en la misma proporción.

 

     A las dificultades financieras se sumaban los problemas económicos. La Independencia de Brasil aconteció en medio de una transformación importante en la economía brasileña. La producción de azúcar y la explotación de oro y diamantes estaban en decadencia. Eran las dos grandes riquezas que habían sostenido la prosperidad de la colonia y su metrópoli en los siglos anteriores. Muy dependiente de la mano de obra esclava, la producción azucarera entró en declive debido al creciente combate al tráfico negrero por Inglaterra y al cambio de tecnología en los mercados competidores. Más próxima a los mercados consumidores de Estados Unidos y Europa, la isla de Cuba había adoptado máquinas movidas a vapor, lo que volvió su producción más eficiente y barata con relación a la brasileña. La novedad, en lugar del azúcar, era la producción de algodón, destinada a abastecer los novísimos talleres mecánicos de la Revolución Industrial inglesa. Las estadísticas revelan un drástico cambio en el perfil de la economía pernambucana en ese periodo. El valor de las salidas de algodón por el puerto de Recife saltó del 37% del total de las exportaciones en 1796 al 83% en 1816. Mientras tanto, el azúcar declinó del 54% a un escaso 15% en el mismo periodo.

 

     En las antiguas regiones productoras de oro y diamantes, la prosperidad dio lugar a la inseguridad. Minas Gerais todavía era la provincia más populosa de Brasil, con cerca de 500 mil habitantes, pero el eje de la economía comenzaba a trasladarse rápidamente hacia el sur, en dirección al valle del Paraíba, región de los cultivos de café. Cultivado en huertas y jardines botánicos hasta el comienzo del siglo XIX, este producto se volvería rápidamente la nueva estrella en la pauta de las exportaciones. Las ventas anuales por el puerto de Rio de Janeiro aumentaron de media tonelada, en 1800, a 6.723 toneladas, en 1820. Veinte años más tarde, en 1840, ya eran el 44% de las exportaciones brasileñas.

3. Cultivo de café

 

     Como resultado de la apertura de los puertos y de la libertad de comercio concedida por don Juan en 1808, había surgido un creciente mercado brasileño exportador y un próspero sistema de cambios internos entre las provincias, que ya no dependían del monopolio ni de la intermediación de la metrópoli portuguesa. Rio Grande do Sul vendía salazón de carne a Europa, Estados Unidos, África y también a Rio de Janeiro, Salvador y Recife. Recibía a cambio productos industrializados del exterior y azúcar, cachaza, harina de mandioca y otras mercadurías del propio mercado brasileño. Minas Gerais y el valle del Paraíba abastecían a la capital de carne de ganado, quesos y productos agrícolas. Con el dinero, sus campesinos compraban sal, azúcar, tejidos, herramientas, máquinas e instrumentos que, por el puerto de Rio de Janeiro, llegaban de otras provincias o de Inglaterra. En el interior de Ceará, de Piauí y de Marañón se producía ganado, vendido a las provincias vecinas como carne seca, manteca y cuero curtido o en rebaños que atravesaban el sertão – regiones poco pobladas del interior del país – abriendo nuevas rutas de comunicación.

 

     Este nuevo mercado interno, que contribuía a aproximar los intereses entre los brasileños de las diferentes provincias, era perjudicado, sin embargo, por la excesiva carga tributaria. Eran impuestos existentes desde la época de la colonia para favorecer el monopolio portugués o creados por don Juan después de 1808 para sostener los gastos de la corte en Rio de Janeiro. En la tentativa de reanimar la economía, ya el primer mes después de la partida de don Juan para Portugal, don Pedro abolió el impuesto a la sal y sobre la navegación de cabotaje, dos barreras que hasta entonces encarecían la producción de carne en salazón y el comercio regional. Pero esto no bastó para enfrentar las grandes urgencias de aquella época.

 

     Brasil necesitaba economizar cada centavo de su enflaquecida economía y, para dar ejemplo, el príncipe tomó medidas drásticas de contención de los gastos domésticos. Recortó su propio salario, concentró las secretarías públicas en el Palacio Real, donde vivía, y se mudó al Palacio da Quinta da Boa Vista, antigua residencia de don Juan VI, donde hoy funciona el Museo Nacional y el zoológico de Rio de Janeiro. También vendió 1.134 de los 1.290 animales de las cuadras reales, citadas por el cónsul inglés James Henderson, en la época de don Juan, como unas de las más onerosas del mundo. Para reducir los gastos en la compra de mijo, los esclavos de la hacienda real de Santa Cruz, situada en los alrededores de la ciudad, fueron obligados a producir el patio del propio palacio el forraje que serviría de ración a los 156 caballos y mulas restantes, además de lavar las ropas de don Pedro, su familia y sus empleados. “Comencé a ahorrar bastante, empezando por mí”, explicó, orgulloso, a su padre en la carta del 17 de julio de 1821. “Estos cambios se hicieron casi gratis, porque los esclavos […] son los trabajadores.”

 

     Los préstamos internacionales, la fabricación artificial de dinero, el paquete de estímulos a las actividades económicas y el recorte en los gastos domésticos de la corte eran, todas, medidas paliativas. Apenas postergaron la solución de los problemas financieros. Pero había otros, todavía más graves, conspirando contra el éxito del nuevo Brasil. De todos ellos, el mayor eran las divergencias internas. Ni de lejos los brasileños estaban de acuerdo respecto del rumbo a seguir.

 

     En septiembre de 1822, solo Rio de Janeiro, São Paulo y Minas Gerais se adhirieron a la independencia proclamada por don Pedro en los márgenes del Ipiranga. Las demás provincias o todavía estaban bajo el control de las tropas portuguesas, caso de Bahia, o discrepaban de la idea de cambiar la tutela hasta entonces ejercida por Lisboa por un poder centralizado en Rio de Janeiro, caso de Pernambuco, que reivindicaba mayor autonomía regional. En el Norte, Pará y Marañón se mantuvieron fieles a los portugueses. Durante algunos meses, obedeciendo las órdenes de las cortes de Lisboa, ambas provincias llegaron a declararse separadas del resto de Brasil y unidas directamente a Portugal. En el Sur, las fuerzas estaban divididas entre los intereses brasileños y portugueses. En la provincia Cisplatina (actual Uruguay), el comandante del regimiento portugués, Álvaro da Costa de Souza Macedo, anunció que solo acataría las órdenes de las cortes y acantonó sus fuerzas en Montevideo. Fue sitiado por las tropas brasileñas comandadas por Carlos Frederico Lecor, barón y futuro vizconde de Laguna, en una guerra que se prolongaría por casi dos años.

 

     El 17 de noviembre de 1822, más de dos meses después de la Proclamación de la Independencia, la Junta Interina de Marañón anunció que se mantenía fiel a Portugal, sin adherirse a la causa de don Pedro I:

 

El deber y el interés unen esta provincia a Portugal. Ni el interés ni el deber la une al continente brasileño que de hecho se separe de la mayor parte de la monarquía portuguesa. La divergencia de votos e intereses entre las provincias septentrionales y australes de Brasil disuelve los vínculos sociales que las unían […] en Portugal hay salida para nuestros productos territoriales; en el sur de Brasil no tenemos mercado.

 

     El historiador Marco Morel comparó la situación brasileña durante los dos años que siguieron al Grito del Ipiranga a la de un gran rompecabezas. Cada pieza del tablero representaría una provincia, que sería retirada del juego en caso de que hubiesen prosperado en aquel periodo las amenazas de separación territorial. Primero saldría Bahia, ocupada militarmente desde febrero de 1822 por las tropas del general portugués Ignácio Luís Madeira de Melo, fiel a las cortes de Lisboa. Después, Marañón, Piauí, Pará y Amazonas, región a esas alturas aun fiel a la metrópoli. Por fin, dejarían el juego Pernambuco, Ceará, Alagoas, Paraíba y Rio Grande do Norte. Eran las cinco provincias del área de influencia de la Confederación del Ecuador, movimiento separatista surgido en 1824 a raíz de la decisión de don Pedro I de disolver la primera constituyente brasileña. Las piezas que quedasen en el tablero serían hoy Brasil, con el agravante de que un país así debilitado no sólo perdería Uruguay, proclamado independiente en 1828, sino probablemente también Rio Grande do Sul en la Revolución Farroupilha de 1835-1845. O sea, quedaría una fracción del país actual, con un territorio inferior al de Argentina. “El rompecabezas nacional, para ser recompuesto, costó muchas vidas que quedaron por las plantaciones, bosques, mares, ríos y calles”, escribió Morel. “El cuadro que se presentaba era el de un Brasil dividido en regiones marcadas por las distancias y por los intereses locales”, completó el historiador baiano Luís Henrique Dias Tavares.

 

     La llegada de la familia real portuguesa a Rio de Janeiro, en 1808, había funcionado, la primera vez, como centro aglutinador de los intereses de las diferentes provincias y grupos regionales. En el entender del historiador pernambucano Manuel de Oliveira Lima, al huir de Napoleón Bonaparte, que invadió Portugal, y trasladar la corte a Brasil, don Juan VI se convirtió en “el verdadero fundador de la nacionalidad brasileña”. Dio el primer paso capaz de asegurar la integridad del territorio, que hasta entonces funcionaba como una constelación de provincias aisladas, dispersas y rivales. Pero todo esto era muy reciente en comparación con los tres largos siglos de colonización, en los que esas provincias se habían relacionado directamente con la metrópoli portuguesa. Por esa razón, en 1822 la noción de identidad nacional implantada por don Juan era todavía muy tenue.

 

     Una prueba de la fragilidad regional puede ser medida en la delegación brasileña enviada a Portugal para participar en las votaciones de las cortes entre 1821 y 1822. Brasil tenía derecho a 65 diputados, pero solo 46 comparecieron en las sesiones de Lisboa, lo que los dejaba en minoría frente a la representación portuguesa, compuesta por cien delegados. A pesar de la inferioridad numérica, los brasileños se dividieron en las votaciones. Con raras excepciones, los delegados de las provincias de Pará, Marañón, Piauí y Bahia se alinearon con los intereses portugueses y votaron sistemáticamente contra las propuestas brasileñas de las demás regiones. “No somos diputados de Brasil […] porque cada provincia se gobierna hoy independientemente”, constató, desolado, el padre Diego Antônio Feijó, representante paulista y fututo regente del Imperio. “Nosotros somos, sí, independientes, pero no constituídos”, escribía algún tiempo después el fraile pernambucano Joaquim do Amor Divino Caneca. “Aún no formamos sociedad imperial, excepto en el nombre”.

 

     Además de las divisiones regionales, estaban las divergencias políticas. Como se vio en el capítulo anterior, era una época revolucionaria, en la que el mundo entero debatía intensamente cuál sería la forma ideal de organizar y gobernar las sociedades. El poder de los reyes estaba siendo contestado, pero había muchas dudas respecto de cómo sustituirlo por otro más legítimo y eficaz. En Brasil, el proyecto de independencia tenía amplia aceptación, pero pocos estaban de acuerdo respecto a lo que hacer con el nuevo país después de conquistada la autonomía. A falta de partidos políticos organizados, estas nociones eran debatidas y defendidas en iglesias, clubes y sociedades secretas, como la masonería. Allí se agrupaban, por un lado, monárquicos constitucionalistas, y por el otro, los republicanos.

 

     Estos grupos tenían visiones bien diferentes sobre el futuro de Brasil. El primero defendía la continuidad de la monarquía, dejando a don Pedro como soberano. Su poder, sin embargo, sería limitado por una constitución, que definiría los derechos de las personas y la organización del gobierno en el nuevo país. El segundo grupo defendía una ruptura más radical con el pasado. En la república, en lugar de un rey o emperador, Brasil tendría un presidente elegido por el pueblo, con un mandato temporal y también limitado por la constitución. Incluso entre estos grupos aun había los defensores de la continuidad del Reino Unido de Brasil, Portugal y el Algarve, creado en 1815 por don Juan VI, y aquellos que proponían la completa independencia de la antigua metrópoli.

 

     La república era, obviamente, la propuesta que más atemorizaba a quien tenía intereses establecidos. Romper con el orden vigente y ampliar la participación en las decisiones del poder, dejaba el futuro mucho más incierto y amenazador, especialmente para aquellos que tenían mucho que perder. Un panfleto de autoría de José Antonio de Miranda, publicado en Rio de Janeiro en 1821, preguntaba:      

 

¿Cómo es posible hacer una república de un país vastísimo, desconocido todavía en gran parte, lleno de selvas, infinitas, sin población libre, sin civilización, sin artes, sin carreteras, sin relaciones mutuamente necesarias, con intereses opuestos y con una multitud de esclavos, sin costumbres, sin educación, ni civil ni religiosa y hábitos antisociales?

 

     Además, como se vio en el capítulo anterior, la república era una formula relativamente nueva en la historia de la humanidad, poco probada en la práctica. El ejemplo más exitoso era el de Estados Unidos, que se habían vuelto independientes en forma republicana menos de medio siglo antes. Otras experiencias, más desalentadoras, venían de los países vecinos, las antiguas colonias españolas envueltas en interminables guerras civiles, en las que ya despuntaban los primeros caudillos que habrían de marcar la historia de la América Latina independiente.

 

     La víspera de embarcar de vuelta para Lisboa, en 1821, don Juan VI dio un sabio consejo a su hijo don Pedro, nombrado príncipe regente: “Pedro, si Brasil se ha de separar, antes sea para ti, que me has de respetar, que para cualquiera de esos aventureros”.

 

     En esta frase había tres mensajes. El primero: después de todas las transformaciones ocurridas desde 1808, la independencia brasileña parecía inevitable. El segundo: el proceso de separación tenía que ser controlado por la monarquía portuguesa y por la real familia de Braganza. El tercer y último mensaje decía que don Pedro necesitaba evitar a toda costa que el nuevo país cayese en manos de los republicanos. En las palabras cifradas de don Juan, eran esos los “aventureros” que estaban haciendo la independencia de la vecina América española.

 

     Cabría al ministro José Bonifácio de Andrada e Silva poner en práctica el proyecto de don Juan. Como líder de los monárquicos constitucionalistas, Bonifácio sostenía que, en la hipótesis de la república, Brasil se sumergiría en una guerra civil y se fragmentaría en pequeñas repúblicas rivales – exactamente como venía ocurriendo en la América española. En ese caso, tal vez el sueño de la independencia ni siquiera se realizase, porque sería más fácil para Portugal controlar las diferentes regiones rivales e impedir que ganasen autonomía. Solo la permanencia del príncipe regente en Rio de Janeiro garantizaría la integridad territorial brasileña y el éxito en la lucha contra los portugueses. “¿Será posible que Su Alteza Real ignore que un partido republicano, más o menos fuerte, existe diseminado aquí y allí, en muchas de las provincias de Brasil, por no decir en todas ellas?”, preguntaba a don Pedro el presidente de la Cámara de Rio de Janeiro, José Clemente Pereira. “Señor, si Su Alteza Real nos deja, la desunión es indudable. El partido de la Independencia, que no duerme, levantará su imperio, y en tal desgracia, ¡oh! qué de horrores y de sangre, qué terrible escena a los ojos de todos se levanta”.

 

     Al final, prevaleció el proyecto de los monárquicos constitucionalistas liderados por José Bonifácio. Era lo que ofrecía menos riesgos en aquel momento. Brasil se mantuvo unido bajo el gobierno del emperador Pedro I, cuyos poderes, al menos teóricamente, fueron limitados por una Constitución liberal. Las divergencias regionales y las tensiones sociales fueron sofocadas a costa de guerras, prisiones, exilios y persecuciones. Fue ese el camino largo y penoso, repleto de dudas, sangre y sufrimiento que Brasil recorrió para declarar su independencia.

Laurentino Gomes